Londres, Inglaterra
Evelyn
Me despierto de golpe al escuchar el sonido metálico de la puerta, arrancándome de un sueño agitado y confuso. Parpadeo, confundida, tratando de ubicarme en el espacio frío y sombrío de esta habitación. El aire sigue oliendo a humedad, el suelo está igual de duro y la realidad golpea tan fuerte que me deja sin aliento. No fue una pesadilla. Estamos aquí. Todavía.
La puerta se abre de golpe, y dos de los hombres entran con las mismas expresiones duras del día anterior. Ni siquiera se molestan en decir nada; simplemente hacen un gesto para que nos levantemos. Mi cuerpo está entumecido por haber dormido en el suelo, pero me esfuerzo por ponerme de pie, tambaleándome un poco. Alex ya está de pie, observándolos con la mandíbula tensa, pero no dice una palabra.
—Al baño, rápido —gruñe uno de los hombres.
Nos llevan a través de un pasillo largo y oscuro hasta una pequeña habitación que parece más una celda que un baño. Las paredes están manchadas, el agua del grifo gotea con un sonido constante y molesto, y un espejo roto cuelga de la pared, reflejando solo pedazos distorsionados de nuestras figuras.
La situación es tan surrealista que me cuesta procesarla. Hace apenas unas horas estaba en una gala, vestida de alta costura, rodeada de luces y música. Ahora estoy aquí, prisionera, con miedo de hacer cualquier movimiento en falso.
Alex se mantiene a mi lado todo el tiempo, sus ojos siempre alertas, vigilando cada detalle, cada gesto de los hombres que nos escoltan. No estoy segura de si eso me tranquiliza o me pone aún más nerviosa.
Después de que terminamos, nos hacen regresar a la habitación. En una esquina del suelo hay una bandeja con dos pedazos de pan duro y dos vasos de agua. El hombre más alto señala la comida con la barbilla antes de cerrar la puerta de nuevo.
—Desayuno —dice con una sonrisa cruel antes de dejarnos encerrados de nuevo.
El silencio se apodera del lugar, interrumpido solo por el goteo constante del grifo en algún lugar cercano. Me siento en el suelo, cruzando las piernas mientras miro el pan como si fuera un extraño objeto de estudio. Está seco y agrietado, como si hubiera pasado días al aire libre. Mis manos tiemblan cuando lo tomo y doy un pequeño mordisco. El sabor es insípido, la textura áspera, y siento que cada bocado se queda atascado en mi garganta.
De pronto, las emociones que he estado reprimiendo desde que esto empezó me golpean todas a la vez. El miedo, la incertidumbre, el agotamiento… Todo se acumula en mi pecho hasta que ya no puedo contenerlo más. Una lágrima silenciosa cae sobre el pan que sostengo en mis manos, seguida de otra y otra más.
Al principio trato de contenerme, limpiándome las mejillas con rapidez, pero es inútil. El llanto se desborda, cada sollozo sacudiendo mi cuerpo mientras intento comer, como si tuviera miedo de que me quiten el pan si no lo hago rápido. Es humillante, patético incluso, pero no puedo detenerme.
Siento movimiento a mi lado y, cuando levanto la vista, Alex está allí, observándome con una mirada intensa, como si estuviera evaluando si debe intervenir o no.
—Evie… —Su voz es baja, suave, casi un susurro.
—No —le corto, apartándome—. No quiero hablar. No quiero tu consuelo. No quiero nada de ti.
Él no se inmuta. En lugar de alejarse, se sienta a mi lado, tan cerca que puedo sentir el calor de su cuerpo contra el mío. Durante unos segundos, no hace nada más que estar ahí, su presencia firme y constante, como si quisiera demostrarme que no va a irse, sin importar cuánto lo rechace.
—Está bien llorar —dice al final con su tono tranquilo, como si estuviera hablando de algo obvio—. Nadie te va a juzgar por eso.
Me río, pero es una risa amarga y quebrada.
—¿Llorar? ¿Eso es lo que me queda ahora? ¿Llorar en una celda mientras como pan duro y espero a que decidan qué hacer con nosotros?
Alex me observa en silencio, dejando que las palabras salgan, que el veneno se derrame de mi boca. Y, por alguna razón, eso me enfurece aún más.
—¿Cómo puedes estar tan tranquilo? —le pregunto, girándome para enfrentarlo—. ¿Cómo puedes manejar esto como si fuera solo otro día en la oficina?
—No estoy tranquilo —responde, su mirada fija en la mía—. Solo estoy eligiendo no entrar en pánico porque, créeme, eso no nos va a sacar de aquí.
—¿Y qué sí nos va a sacar? —Mi voz se quiebra al final, un hilo de desesperación colándose en mis palabras—. ¿Tienes un plan mágico, Alex? Porque, si lo tienes, ahora sería un buen momento para compartirlo.
Él suspira, pasando una mano por su cabello.
—No tengo un plan mágico. Pero sí sé que mientras mantengamos la calma y estemos atentos, nuestras posibilidades de salir de aquí aumentan.
Miro sus ojos, buscando algún rastro de duda o miedo, pero no lo encuentro. Lo único que veo es determinación. Y, a pesar de mi escepticismo, esa determinación logra calmar algo dentro de mí.
Alex extiende su mano lentamente, como si me estuviera dando la oportunidad de decidir. Por un segundo, dudo, pero luego me rindo. Tomo su mano y dejo que me envuelva en un abrazo.