El Secreto del Jefe

Capítulo 7: Irish Coffee

Londres, Inglaterra

Evelyn

La noche empieza a caer poco a poco, cubriendo la habitación en una penumbra densa y silenciosa. El único sonido es el suave goteo de agua en el baño que se siente como un metrónomo perverso marcando el paso de las horas. Mis ojos arden de cansancio, pero el sueño sigue esquivándome. La delgada manta que me dieron no hace mucho por protegerme del frío, y la dureza del suelo me ha dejado los músculos adoloridos.

A nuestro alrededor, el mundo parece haberse detenido. El día fue eterno, lleno de promesas incumplidas y hambre. El pan duro y el agua rancia que nos dieron por «cena» apenas lograron calmar el ardor en mi estómago, y por un instante, pienso que podría acostumbrarme a este vacío constante si no fuera por el miedo acechante que nunca me abandona.

Alex está sentado a mi lado, su espalda apoyada contra la pared, con el rostro pensativo. Tiene esa expresión seria que suele usar cuando intenta encontrar una solución a algo imposible. Lo conozco lo suficiente para saber que está buscando una forma de distraerme, de sacarme de este agujero de desesperación en el que lentamente me estoy hundiendo.

—¿Quieres jugar a algo? —pregunta de repente, rompiendo el silencio.

Lo miro con incredulidad, arqueando una ceja. —¿Jugar? ¿En serio?

—Sí, ¿por qué no? No es como si tuviéramos algo mejor que hacer —dice, encogiéndose de hombros—. Vamos a imaginar cosas absurdas. Algo como… ¿qué harías si pudieras volar?

—¿Volar? —repito, intentando procesar lo que acaba de decir. Me río un poco, a pesar de mí misma—. Está bien, me apunto. Si pudiera volar, cruzaría el océano y me iría directo a una playa en el Caribe. Me quedaría allí hasta que me olvidara de todo este lío.

Alex asiente, su rostro relajándose un poco.

—Buena elección. Ahora yo… Si pudiera volar, creo que me colaría en la oficina de mis competidores y me llevaría todos sus secretos comerciales.

—Por supuesto que usarías un superpoder para hacer algo relacionado con negocios. Qué típico de ti.

—¿Esperabas otra cosa? —pregunta con una media sonrisa.

El juego continúa, cada uno proponiendo situaciones cada vez más inverosímiles. Si pudiera respirar bajo el agua, viviría en una cueva submarina. Si pudiera hablar con los animales, abriría un zoológico donde ellos contaran sus propias historias.

Y entonces, cometo el «error» de llevar el juego demasiado lejos.

—Si pudiera controlar el tiempo —digo, emocionada por mi propia idea—, viajaría al pasado y haría que los dinosaurios sobrevivieran. Luego, los entrenaría para que fueran mis guardianes personales.

Alex me mira, parpadeando varias veces. —Eso no tiene ningún sentido.

—¿Por qué no? —pregunto, cruzándome de brazos.

—Primero, no podrías controlar a un dinosaurio. Son animales salvajes, no mascotas. Y segundo, ¿cómo te los llevarías por la ciudad sin causar el caos?

—¡Podría domesticarlos! —insisto, sintiendo cómo mi vena competitiva comienza a despertar—. Además, no estoy diciendo que los pasearía por el centro de la ciudad. Tendría una isla privada para ellos.

—Evelyn, eso es ridículo.

—No más ridículo que tú usando tus poderes de vuelo para espiar a tus competidores.

Alex rueda los ojos, su boca se curva en una sonrisa exasperada. —Eres imposible.

—Y tú eres demasiado literal. Estamos jugando a imaginar, Alex. Nada de esto tiene que ser realista.

Nos miramos fijamente durante un segundo, ambos demasiado tercos para ceder. Es un duelo silencioso, una pequeña batalla de voluntades en medio del caos. Al final, Alex suspira y levanta las manos en señal de rendición.

—Está bien, ganaste. Tú y tus dinosaurios dominan el mundo.

Le sonrío con satisfacción, sintiendo el dulce sabor de la victoria. —Sabía que lo entenderías tarde o temprano.

La habitación se queda en silencio otra vez, pero esta vez no es un silencio opresivo. Es uno cómodo, como si ese pequeño juego absurdo hubiera logrado despejar un poco las nubes que nos rodean. Alex me observa con una mezcla de cansancio y diversión, y por un instante, la gravedad de nuestra situación se desvanece por completo.

—Gracias —murmuro, después de un rato.

—¿Por qué? —pregunta, inclinando la cabeza en mi dirección.

—Por hacerme olvidar dónde estamos, aunque sea por unos minutos.

Él no responde de inmediato. Solo me mira con esa intensidad que a veces me desarma, y luego asiente.

—De nada, Evie.

Y en ese momento, decido que, pase lo que pase, no dejaré que este lugar me rompa.

Horas más tarde, la noche se ha hecho aún más fría que la anterior, como si el aire se hubiera vuelto hielo líquido, colándose por las paredes y pegándose a mi piel. Cada músculo de mi cuerpo está tenso, y no puedo dejar de temblar. Mis dientes castañean de forma incontrolable, tanto que el sonido parece resonar en la pequeña habitación.

Me encojo sobre mí misma, abrazándome para mantener el poco calor que aún me queda, pero no es suficiente. El frío es implacable, y en este momento, preferiría mil veces la incomodidad de nuestras discusiones tontas antes que este silencio congelado.




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