Londres, Inglaterra
Evelyn
El alivio de estar en libertad dura poco. Todo se convierte en un torbellino de voces, luces y preguntas, como si el mundo hubiese decidido moverse a una velocidad que no puedo seguir. Apenas han pasado unos minutos desde que nos quitaron esas malditas bolsas de la cabeza y ya estamos rodeados de policías, paramédicos y oficiales de seguridad de la empresa. Las sirenas de las patrullas resuenan a lo lejos, creando una banda sonora tan surrealista que me cuesta creer que todo esto esté sucediendo.
—Señorita, ¿puede repetir lo que dijo? —me pregunta un oficial por segunda vez, su voz calmada, aunque cargada de profesionalismo.
Lo miro con fijeza, pero las palabras se atascan en mi garganta. Todo me parece un eco lejano, como si estuviera viendo la escena desde fuera de mi propio cuerpo. ¿Qué quieren que diga? ¿Que he pasado días entre el miedo y la incertidumbre? ¿Que ahora mismo no sé cómo debería sentirme? Mi mente está agotada, mi cuerpo adolorido y mi corazón… bueno, ese es otro desastre en sí mismo.
—Lo que ella quiso decir ya está en su declaración, oficial —interviene Alex con ese tono seguro que tanto envidia una parte de mí.
Su mano roza la mía por un breve instante, apenas lo suficiente para recordarme que estoy aquí, en el presente, y no atrapada en la oscuridad de esa habitación sucia y húmeda. No sé cómo logra mantener la compostura después de todo lo que hemos pasado. Yo apenas puedo estar de pie, y cada palabra que digo me suena más confusa que la anterior.
Los paramédicos insisten en revisarnos, pero tanto Alex como yo nos negamos con una terquedad que no sé si es lógica o producto del cansancio. No estoy herida, al menos no físicamente, y lo único que deseo en este momento es desaparecer de todo este caos.
—Estamos bien, de verdad —murmuro, tratando de sonar convincente, aunque dudo que lo logre.
Alex toma el control de la situación, como siempre. Habla con los oficiales, organiza las cosas con una calma admirable, y cuando todo parece estar bajo control, se acerca a mí y me mira directo a los ojos.
—Vamos, te llevaré a casa —dice, no como una pregunta, sino como una afirmación.
Por primera vez en lo que parece una eternidad, esa idea suena como algo posible. Casa. Un lugar donde no haya bolsas negras, ni risas burlonas, ni habitaciones frías y oscuras. Un lugar donde, tal vez, pueda respirar de nuevo sin sentir que el mundo se me viene encima.
El chofer nos espera afuera, junto a un par de patrullas que nos escoltarán hasta mi apartamento. Subo al auto en silencio, sintiendo el peso del cansancio hundirme en el asiento de cuero. Mis párpados están pesados, y por un segundo pienso que podría dormirme aquí mismo, pero el miedo se aferra a mi mente como una garra invisible.
El auto arranca, y aunque la ciudad comienza a pasar ante mis ojos como un borrón de luces y sombras, no puedo relajarme. Cada esquina me parece una posible trampa, cada vehículo que se cruza con nosotros una amenaza potencial. Mi mirada no deja de moverse, repasando cada dirección, cada calle por la que pasamos, buscando algo fuera de lugar, aunque no sé exactamente qué.
Es ridículo, lo sé. Estamos escoltados por la policía, vigilados y protegidos, pero mi mente no entiende de razones. El miedo tiene su propio idioma, y ahora mismo, habla a gritos dentro de mí.
De repente, siento la mano de Alex sobre la mía. No dice nada, no intenta tranquilizarme con palabras vacías, solo me sujeta con firmeza, su pulgar trazando un lento y calmante círculo sobre mi piel. No sé cómo lo hace, pero ese simple gesto me ancla, me devuelve a la realidad de forma suave, casi imperceptible.
No me aparto. De hecho, me aferro a su mano con más fuerza de la que debería, como si pudiera absorber su calma a través de ese contacto. Por un instante, el miedo cede, no desaparece del todo, pero retrocede lo suficiente para que pueda respirar un poco mejor.
—Ya casi llegamos —murmura Alex, su voz baja y reconfortante.
Solo asiento, incapaz de hablar. Mi garganta se siente cerrada, y sé que si intento decir algo, mi voz se romperá.
Cuando el auto se detiene frente a mi edificio, siento una extraña mezcla de alivio y miedo renovado. Bajamos del auto en silencio, y Alex no suelta mi mano ni por un segundo mientras subimos las escaleras hasta mi apartamento.
Abro la puerta con manos temblorosas y entro, sintiendo el aire cálido y familiar envolverme como una manta. El lugar está tal como lo dejé, pero me parece extraño, casi ajeno, como si perteneciera a una versión de mí que ya no existe.
—¿Quieres que me quede? —pregunta Alex, rompiendo el silencio.
Lo miro, y por un segundo, estoy tentada a decir que sí. No quiero estar sola, no después de todo esto. Pero algo dentro de mí se rebela contra esa idea. No puedo depender de él para todo, por mucho que desee lo contrario.
—No, estoy bien —respondo, forzando una sonrisa que no llega a mis ojos—. Necesito descansar un poco, eso es todo.
Alex me estudia durante unos segundos, como si no creyera ni una palabra de lo que acabo de decir, pero finalmente asiente.
—Está bien. No obstante, si necesitas algo, lo que sea, llámame.