Londres, Inglaterra
Alexander
Tres años atrás
Necesitaba un asistente. No quería uno, lo necesitaba.
La cantidad de incompetentes que pasaron por mi oficina en menos de un mes fue alarmante. Algunos demasiado aduladores, otros torpemente inseguros y unos cuantos que parecían no saber ni escribir un correo sin errores. ¿Cómo era posible que con tantos candidatos ninguno tuviera lo que se necesitaba?
Estaba listo para cerrar la puerta en la cara de la siguiente persona que entrara cuando ella apareció.
Empapada.
Su cabello goteaba, la blusa blanca que llevaba se pegaba a su piel y parecía haber corrido toda la maldita ciudad para llegar a tiempo. Un desastre absoluto.
Casi le digo que se largara. No tenía tiempo para alguien que ni siquiera era capaz de prever el clima. Pero entonces me miró. Y fue ahí cuando, por loco que pareciera, me quedé sin palabras.
No era la más preparada. Tenía competencia con más experiencia, mejores credenciales y, lo más importante, mejor manejo del clima. Pero la contraté. No sé qué diablos me pasó en ese momento. No fue una decisión lógica ni calculada, como todo lo demás en mi vida. Solo lo hice.
Y desde ese día, mi existencia dejó de ser la misma. Mantenerme serio con Evelyn fue una tarea imposible.
Desde el momento en que empezó a trabajar conmigo, me propuse ser indiferente. Distante. Grosero, si era necesario. Tenía claro que el respeto en el trabajo se gana con autoridad, no con simpatía. Pero ella no me dejaba en paz.
—¿Siempre tienes esa cara de «me quiero lanzar por la ventana»? —me preguntó un día, después de entregarme un informe.
Yo la miré, incrédulo. —No. A veces también tengo cara de «quiero lanzarte por la ventana».
Se rio. Y en ese momento, sin que ella lo supiera, ganó la primera batalla.
Con el tiempo, me di cuenta de que no importaba cuánto intentara mantenerme frío y distante. Ella encontraba la forma de meterse en mi cabeza.
Su risa cuando pensaba que algo era demasiado absurdo. Su forma de fruncir el ceño cuando algo no le parecía. El maldito aroma de su perfume que se quedaba en mi oficina aún después de que se marchara.
Intenté convencerme de que era solo un capricho. Que no significaba nada. Pero pasaron los meses, los años, y Evelyn seguía allí, iluminando el lugar con su presencia sin siquiera intentarlo.
Lo peor de todo es que nunca me dio una sola señal de que sintiera lo mismo. Ni una mirada furtiva. Ni una sonrisa que significara algo más. Nada.
Así que esperé. Esperé a que abriera los ojos. A que se diera cuenta de lo que estaba justo frente a ella. Pero nunca lo hizo.
Y yo, yo me cansé de esperar.
Presente
Ahora estoy aquí, de pie en la acera frente a mi empresa, mirándola a ella después de días sin verla.
Evie está de espaldas a mí, inmóvil, como si su cuerpo entero hubiera entendido quién la ha llamado antes que su cerebro. La conozco demasiado bien. Sé que ahora mismo está debatiendo entre girarse o salir corriendo.
Pero no la voy a dejar escapar. Así que repito su nombre. —Evie.
No se mueve. No me responde. Pero veo cómo sus hombros se tensan y cómo su mano se aprieta alrededor de la correa de su bolso. Doy un paso hacia ella. No tengo la más mínima intención de dejarla ir otra vez.
—Alexander —al final se gira para mirarme.
—¿Cómo estás? —inquiero.
—Mejorando, ¿y tú?
—Estoy bien. —Mucho mejor ahora que la veo, pero me ahorro esa parte—. ¿Te gustaría comer conmigo?
No sé en qué momento decidí invitarla a comer. No era el plan.
El plan era saludarla, hacer un comentario sarcástico sobre su acecho poco disimulado frente al edificio y luego ver qué hacía. Pero cuando me giró para mirarme —por fin—, algo en su expresión me hizo cambiar de idea.
Se veía más delgada, como si la pesadilla de los últimos días se la hubiera ido comiendo poco a poco. Y eso no me gustó ni un poco.
Así que lo dije antes de pensarlo demasiado.
—Sí, me gustaría.
Para mi sorpresa, aceptó.
Me puse a su lado y juntos comenzamos a caminar hacia un restaurante cercano, uno que sabía que le gustaba por las veces que lo había comentado. Ella piensa que no le presto atención; sin embargo, lo hago, tal vez demasiado para mi propio bien y el suyo.
Al llegar, uno de los meseros nos lleva hacia una mesa vacía. Nos sentamos en silencio, la mesa entre nosotros se siente como una maldita barrera de acero.
Desde que nos encontramos, Evelyn apenas me ha dirigido la mirada. Ahora, su atención parece estar en todo menos en mí. El menú, la servilleta, su vaso de agua. Si pudiera meterse dentro del salero, lo haría.
El silencio es una tortura. Y, aunque no lo admita en voz alta, yo odio el silencio cuando se trata de ella.