El Secreto del Jefe

Capítulo 12: Ristretto

Londres, Inglaterra

Evelyn

Despierto con la alarma antes de que el sol haya terminado de salir. No me apresuro en levantarme, pero tampoco dudo demasiado. Es un día normal. O al menos, quiero que lo sea.

Mi ropa está bien planchada sobre la silla, mi bolso está listo con todo lo necesario y mis zapatos están alineados junto a la puerta. Todo bajo control. Han pasado dos semanas desde el secuestro. Una semana desde que vi a Alex. Es hora de volver.

El camino a la empresa es parte de mi rutina. Primero, paso por la cafetería de siempre.

—¡Evie! —exclama la barista con una gran sonrisa en cuanto entro—. Creí que te habías olvidado de mí.

Sonrío. —Nunca. Solo estuve… de descanso.

No doy más explicaciones y, para mi alivio, ella no pregunta. Mientras prepara mi café, conversamos un poco. Me habla sobre un cliente que dejó caer su frappuccino en el suelo y luego intentó culparla a ella, de cómo una mujer casi se pelea con otra por el último croissant de almendras. Nada fuera de lo común.

Es un consuelo volver a la normalidad. Antes de irme, pido otro café. Negro, sin azúcar. El de Alex. Cuando la barista me lo entrega, me mira con una ceja alzada.

—¿Sigues comprándole café a tu jefe?

—Claro.

—Si un día no lo haces, ¿te despide?

Río y niego con la cabeza. —No, pero su mal humor es insoportable. Es mejor prevenir.

—Eso suena a que tienes síndrome de Estocolmo laboral.

—Definitivamente lo tengo.

Nos reímos y, con eso, salgo de la cafetería.

Unos minutos más tarde, ya estoy en la empresa. Desde el momento en que cruzo la entrada, siento que algo es… extraño. Todo parece igual, pero hay una sensación en el aire que no logro identificar.

Saludo a la recepcionista, a los compañeros con los que me cruzo en el ascensor, a los del departamento de administración. Todo parece normal. Pero cuando llego al piso de presidencia, lo noto.

El ambiente es distinto. No es que haya menos personas, ni que falte alguien. Es el silencio.

Todos están en sus puestos, trabajando, pero las conversaciones son bajas, casi como si intentaran no llamar la atención. No se escuchan las risas ocasionales que solían resonar en la oficina de recursos humanos ni los comentarios animados de las secretarias.

Algo ha pasado aquí. Por un instante, la paranoia se apodera de mí. ¿Es por mí? ¿Están actuando así porque he vuelto? Sacudo la cabeza. No, eso sería una tontería. Decido ignorarlo y continúo mi camino.

Dejo mis cosas en mi escritorio y tomo el café de Alex antes de entrar en su oficina. Está allí, como siempre, sentado detrás de su escritorio, con la mirada clavada en la pantalla de su laptop y una mano en la barbilla.

Por un momento, lo observo. Nada en él ha cambiado. Su expresión sigue seria, su postura impecable, su concentración absoluta. Es como si todo siguiera igual.

Y por primera vez en dos semanas, siento que puedo respirar con normalidad. Bien, estamos progresando.

—Si miras un poco más, el café se va a enfriar —dice de pronto, sin levantar la vista de la pantalla.

Sonrío. —Lástima. Pensaba bebérmelo yo.

Eso sí lo hace alzar la mirada. —Te atreves y te despido.

—No puedes despedirme en mi primer día de regreso. Hay una cláusula en el contrato que dice que tengo inmunidad por veinticuatro horas.

Alex entrecierra los ojos. —Esa cláusula no existe.

—Bueno, pues deberías considerarla. Así me evitas el estrés del primer día.

Su mirada es afilada, pero hay algo en la curva de su boca que casi parece una sonrisa. Camino hacia su escritorio y dejo el café frente a él.

—Tu dosis diaria de cafeína y mal humor.

—Perfecto. No puedo funcionar sin ninguna de las dos.

Nos miramos por un momento y, aunque no lo decimos en voz alta, los dos sabemos lo que está pasando. Es un juego. Un acuerdo silencioso que no ha cambiado. Nada de lo que pasó importa.

O al menos, pretendemos que así es.

Cuando el reloj marca la hora del almuerzo, me estiro en mi silla y dejo escapar un suspiro. La mañana ha pasado más rápido de lo que esperaba, y aunque la rutina me ha ayudado a sentirme más estable, mi cuerpo aún no se acostumbra del todo a estar de vuelta. Pero lo estoy intentando.

Me levanto, organizo unos documentos sobre mi escritorio y echo un vistazo a la oficina de Alex. Sigue concentrado, el ceño fruncido mientras escribe algo en su laptop. No parece que vaya a moverse pronto, y la verdad, no tengo intención de esperar por él.

Agarro mi bolso y decido bajar a la cafetería de la empresa.

El ambiente es mucho más animado que en el piso de presidencia. Se escuchan risas, conversaciones despreocupadas y el ruido de platos y cubiertos chocando entre sí. Aquí sí hay vida. Ya era hora.

Me acerco a la barra, pido una ensalada con pollo y un té helado y, mientras espero mi pedido, miro alrededor en busca de alguien conocido. Entonces la veo. Emma, una de mis compañeras más cercanas, está sentada en una mesa junto a la ventana, con su bandeja de comida frente a ella y el celular en la mano. La conozco lo suficiente como para saber que no le molesta la compañía, así que, cuando me entregan mi pedido, camino hacia ella.




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