Londres, Inglaterra
Evelyn
La conciencia regresa a mí en oleadas, es difusa al principio, como si flotara en un mar de niebla espesa; sin embargo, poco a poco los sonidos se vuelven más nítidos: el murmullo bajo de voces, el tecleo constante de un teclado a lo lejos y pasos que se mueven apresurados sobre el suelo de mármol. Es un zumbido sordo que llena mis oídos, pero luego lo atraviesa algo mucho más fuerte, más imponente.
—¡¿Tienes idea de lo que hiciste?! —El rugido de Alex corta el aire, como el estruendo de un trueno en medio de una tormenta.
Parpadeo varias veces, la luz blanca del techo cegándome por unos instantes. No estoy segura de dónde estoy hasta que la sensación del suelo frío contra mi espalda me lo confirma: sigo en la oficina. Mi cabeza, sin embargo, descansa sobre algo suave, algo que no debería estar en el suelo. ¿Una chaqueta? ¿Una almohada improvisada?
—Yo… yo solo quería hablar con usted, señor Sterling, no creí que… —La voz del hombre que me enfrentó suena temblorosa, llena de incertidumbre.
¿No que muy machito, gritando hace poco?
—No creíste. Exacto. No pensaste. Y por tu maldita imprudencia, mi Evelyn terminó en el suelo.
La forma en la que lo dice, con tanta rabia, tanta posesión, tanto enojo, hace que mi corazón dé un salto. «Mi Evelyn». Como si me perteneciera, como si estuviera reclamando lo que es suyo.
Intento moverme, pero apenas lo hago. Un mareo intenso me golpea y me obliga a cerrar los ojos.
—Alex… —Mi voz sale más débil de lo que me gustaría.
Un segundo después, él está aquí. Siento su calor antes de verlo, el aroma limpio de su colonia mezclado con su olor propio.
—No te muevas. —Su tono sigue siendo firme, pero ahora hay algo diferente en él. No furia, sino preocupación.
Levanto la mirada y mis ojos chocan con los suyos. Hay una tormenta en su expresión, un mar de emociones agitadas que quiero alejar.
—La ambulancia ya viene en camino.
Pongo los ojos en blanco. —Estás exagerando.
Alex me dedica una mirada de advertencia.
—No hay exageración cuando se trata de tu bienestar, Evelyn. —Su mandíbula se tensa. Sus manos, que están apoyadas a los lados de mi rostro, se aprietan en puños. Me observa como si estuviera evaluando cada centímetro de mi cuerpo, buscando cualquier signo de que algo anda mal.
—Solo fue un mareo —murmuro.
—Te desmayaste —corrige él, su ceño fruncido con frustración—. ¿Cómo quieres que reaccione?
No sé qué responder. Nunca lo había visto así. Siempre ha sido el jefe serio, el que mantiene la compostura en todo momento. Pero aquí, en este instante, la compostura se ha ido al demonio.
Respiro hondo y trato de sentarme, pero su mano firme en mi hombro me lo impide.
—Evelyn. No. —Su voz baja una octava, más grave, más autoritaria.
—Estoy bien.
—Eso lo decidirán los paramédicos.
Sus ojos oscuros siguen sobre mí, escaneándome, protegiéndome. Y por más molesto que parezca, hay algo más en su mirada. Algo que me deja sin aliento. Cierro los ojos un momento. El ruido a mi alrededor sigue, pero en el centro de todo solo estamos Alex y yo.
Estoy jodida porque me gusta que se preocupe por mí. Me gusta que me mire como si fuera lo más importante en su mundo. Pero también me asusta. Porque cuando todo esto pase, cuando el momento de tensión termine, volveremos a ser los mismos. Él, el jefe implacable. Yo, la asistente que intenta ignorar lo que siente.
Y esto… esto que acaba de pasar, será solo un instante efímero que desaparecerá en cuanto la normalidad nos atrape de nuevo. Sin embargo, por ahora, dejo que Alex se preocupe. Solo por ahora.
No pasa mucho antes de que los paramédicos ingresen al piso, se acerquen a mí y me hagan algunas preguntas antes de subirme a la camilla. Luego me suben a la ambulancia para llevarme al hospital más cercano. Al llegar, me bajan y me ingresan a urgencias. Es ridículo. Estoy consciente, mis piernas funcionan, mi cabeza ya no me da vueltas. Pero aquí estoy, acostada en una camilla, como si estuviera al borde de la muerte.
Y todo gracias a Alex.
El paramédico a mi lado parece tenso, demasiado alerta para alguien que debería estar acostumbrado a estas situaciones. Pero no es por mí. Es por él.
—No sé qué más le diga, señor, la trajimos aquí solo como precaución —balbucea el hombre al comunicador que tiene en el pecho, como si intentara justificar su trabajo ante alguien.
Sé con exactitud quién es ese alguien. Muevo la cabeza con resignación. Rayos. Alex debe estar aterrorizándolos.
—Voy a matarlo —murmuro para mí misma, pero la enfermera a mi lado me escucha y sonríe con un poco de diversión.
—Ese hombre ha estado llamándonos cada dos minutos para asegurarse de que la atendemos bien.
No sé si reír o suspirar o darle un golpe.