Año 9.595 N.E.
El aire salino de la Isla Patmus recibió a los exhaustos viajeros con una caricia fresca, un bálsamo bienvenido tras la tensión y el humo de Neipoy. Traían consigo la amarga victoria de haber desbaratado los planes inmediatos de Ëadrail y, más importante aún, una alianza forjada en el crisol del conflicto: el propio Ëadrail, ahora un aliado a regañadientes, y la sombría revelación de que algunos de sus lugartenientes no eran meros humanos, sino demonios de los reinos inferiores. La Hermandad Adelfuns, la organización secreta que había hecho de esta isla su bastión, los esperaba. Patmus, enclavada estratégicamente entre los continentes de Epiro del Este y Epiro del Oeste, en la franja norte del mundo conocido, era más que un simple refugio; era el corazón de una vigilia milenaria, el epicentro de una lucha por mantener el delicado equilibrio del mundo y, como solo los más altos rangos sabían, custodiar el conocimiento arcano de un artefacto de poder inimaginable: el Séptimo Sello. La isla en sí era una visión de serenidad, un lienzo de verdes exuberantes bordeado por el azul profundo del mar, con el imponente castillo de la Hermandad irguiéndose en su centro como un centinela de piedra.
Apenas unas horas después de que sus pies tocaran la arena de la cala oculta que servía de puerto, Ëadrail Adanahël ya estaba en movimiento. Un contingente mixto, comisionado por la potencia mundial de Cawdor y la propia Hermandad, lo aguardaba. Su destino: Neipoy, una vez más. Su misión: supervisar la distribución de Cerbero, el antídoto que él mismo había desarrollado. Una medicina creada originalmente para sus ambiciones de conquista, el reverso de la plaga Hades con la que había intentado someter al mundo, ahora se convertiría en el instrumento de su penitencia. Hombre de complexión atlética, su cabello negro y ojos azules contrastaban con la barba de tres días y el candado que enmarcaban una expresión a menudo indescifrable. Como biocaster experto en el esquivo elemento sombra, sus ilusiones y pesadillas habían sembrado el terror. Antaño peón de Odrac, aquel ser cruel cuyos susurros prometían un poder capaz de retorcer la propia genética humana, ahora Ëadrail caminaba por un sendero de redención incierta, aliado a aquellos a quienes una vez había intentado destruir.
Mientras Ëadrail partía, una convocatoria más íntima y urgente reunía a otros en las profundidades del castillo. Ron, Markethe, Valkano y Miachyv fueron conducidos a través de corredores de piedra ancestral hasta una sala privada, apenas iluminada por la luz que se filtraba a través de un único ventanal en lo alto. Allí, aguardaba el gran maestro. Su nombre, si alguna vez tuvo uno recordado por la Hermandad actual, se había perdido en el tiempo; solo su título resonaba con la autoridad de siglos. Era un hombre anciano, sus ojos grises velados por la edad y la enfermedad, su largo cabello blanco cayendo sobre los hombros de una sencilla bata que cubría un cuerpo frágil. El aire a su alrededor vibraba con el eco de un poder que antaño había sido formidable, pero que ahora se extinguía como una vela al final de su mecha. Era el líder de la Hermandad Adelfuns, el último eslabón de una cadena de guardianes del conocimiento sobre el Séptimo Sello.
Ron se adelantó, la cicatriz en su mejilla derecha –recuerdo imborrable de su pasado– marcando un contraste con la intensidad de sus ojos negros. Era un biocaster de un calibre casi mítico, capaz de doblegar todos los elementos a su voluntad, incluso el volátil y peligroso fuego verde, una herencia de su compleja ascendencia. Su acceso del sesenta por ciento a su capacidad cerebral, una anomalía en una era donde la ciencia apenas había empujado a la humanidad al treinta por ciento, lo convertía en una fuerza de la naturaleza, tan temida como respetada. Su biocore, un guantelete de metal oscuro con una gema esmeralda incrustada en el dorso, parecía pulsar con una energía contenida.
A su lado, Markethe ofrecía una presencia más serena, aunque no menos imponente. Su cabello negro, veteado de plata prematura, enmarcaba un rostro atlético donde una sonrisa amable a menudo suavizaba la agudeza de su mirada. Maestro del elemento viento, sus ráfagas podían ser tan sutiles como una brisa o tan devastadoras como un huracán. Pero era su afinidad con las sombras, una combinación de su control elemental y la tecnología de camuflaje tejida en su atuendo, lo que le había valido el título de 'guerrero sombra', un espectro en el campo de batalla. Su biocore, un colgante de un celeste pálido, como el cielo en un amanecer invernal, descansaba sobre su pecho.
Valkano, con su mata de pelo rojo fuego y ojos oscuros y chispeantes, era la personificación de la electricidad que danzaba a su alrededor. Sus descargas y campos magnéticos eran tan impredecibles y enérgicos como su carácter, aunque la solemnidad del momento había aplacado su habitual jovialidad. Un anillo de un amarillo eléctrico vibrante, su biocore, destellaba en su dedo anular.
Completando el cuarteto, Miachyv se erguía con la tranquilidad de un erudito y la firmeza de un pilar. Su cabello blanco como la nieve y sus ojos azules reflejaban la luz que comandaba, un poder capaz de sanar las heridas más profundas o de desvelar las verdades ocultas en la más densa oscuridad. Un pendiente de un blanco nacarado con destellos dorados, su biocore, adornaba su oreja izquierda, un faro de lógica y estrategia en el grupo.
El gran maestro los recibió con una inclinación de cabeza casi imperceptible, sus ojos cansados pero lúcidos fijándose en cada uno de ellos.
—Los he llamado —su voz, aunque débil, llenó la pequeña sala, acallando el crepitar de las antorchas en los muros— porque mi viaje en este plano está llegando a su fin. La Hermandad no puede quedar sin guía. Debo nombrar a mi sucesor.