El Sello: La Rebelión De Los Caídos

Capítulo 2: Ecos de Corrupción

Año 9.595 N.E.

Las semanas que siguieron al nombramiento de Ron como Gran Maestro de la Hermandad Adelfuns se deslizaron sobre la Isla Patmus con la engañosa suavidad de la seda sobre el acero. El sol matutino pintaba de oro los antiguos muros del castillo, y el murmullo constante del mar contra los acantilados parecía arrullar a la isla en una falsa sensación de normalidad. Pero bajo esta pátina de rutinas restauradas –entrenamientos en el patio de armas, patrullas vigilantes a lo largo de la costa escarpada, el ir y venir de los miembros de la Hermandad por los laberínticos corredores–, una corriente subterránea de ansiedad y una expectación casi palpable comenzaban a serpentear. El peso del destino, revelado con voz queda en la penumbra de la sala del consejo, se había asentado sobre los hombros de Ron con la contundencia invisible pero aplastante de una montaña.

La biblioteca secreta, aquel santuario de conocimiento arcano que durante generaciones había permanecido vedado salvo para unos pocos elegidos, se había convertido en el dominio casi exclusivo del nuevo Gran Maestro. Era un lugar que respiraba historia, un vasto laberinto de estanterías talladas en madera oscura que se perdían en la penumbra de las altas bóvedas, cada una soportando el peso de incontables tomos encuadernados en cuero agrietado por el tiempo, pergaminos quebradizos cuyos sellos de cera ancestral apenas se mantenían intactos, y una miríada de extraños artefactos metálicos y cristalinos cuyo propósito original se había desvanecido en la niebla de los siglos. Allí, envuelto en el aroma penetrante del polvo de eras y el perfume seco del papel viejo, Ron se sumergió en lo que él creía que era su entrenamiento: la hercúlea tarea de desentrañar los misterios del Séptimo Sello. La Clave Sonora, aquella enigmática trompeta de oro celestial, reposaba sobre un austero atril de piedra negra en el corazón de la cámara más interna de la biblioteca. Su bruñida superficie parecía beber la escasa luz de las lámparas de aceite, devolviéndola en destellos efímeros, como si contuviera estrellas atrapadas en su metal silencioso.

Ron pasaba horas que se convertían en días, a menudo olvidando las comidas y el sueño, absorto en los textos prohibidos. Algunos volúmenes, escritos en lenguas muertas que solo el conocimiento infuso de los Grandes Maestros permitía descifrar, hablaban de profecías apocalípticas, de ciclos cósmicos de destrucción y doloroso renacimiento, de guardianes que habían fallado y de traidores cuyas sombras aún se proyectaban sobre el presente. Otros detallaban rituales de una complejidad asombrosa, prácticas de meditación trascendental diseñadas, según se decía, para sintonizar la mente y el espíritu del guardián con las energías primordiales que el verdadero y perdido Séptimo Sello Original alguna vez había canalizado y contenido.

Sin embargo, lo que Ron no sabía, lo que nadie en la Hermandad, ni siquiera el moribundo Gran Maestro anterior en sus últimas y febriles instrucciones, podría haber sospechado, era que entre esos venerables y sagrados textos se ocultaba una ponzoña sutil, una semilla de corrupción sembrada tiempo atrás. Quizás un glifo rúnico alterado por la mano traidora de Zalazar antes de su ignominiosa huida, una trampa lógica dejada en el tejido mismo del conocimiento heredado, diseñada para tentar y desviar. O tal vez, más simple y terriblemente, era la naturaleza inherentemente peligrosa de codiciar un poder tan absoluto sin la inquebrantable pureza de intención que tal vez ningún mortal podría realmente poseer. La Clave Sonora, en lugar de actuar como un faro hacia el original perdido, parecía haberse convertido en un imán perverso, atrayendo hacia Ron, hacia su mente y su creciente poder, los ecos distantes pero cada vez más persistentes de la réplica que Odrac blandía en su isla maldita. Una resonancia corruptora que se infiltraba en sus pensamientos como una enfermedad invisible, susurrando promesas de grandeza y control absoluto.

Los primeros cambios en Ron fueron casi imperceptibles, como las primeras grietas en un glaciar, invisibles para el observador casual, pero anunciando un colapso futuro. Una nueva e inusual impaciencia teñía sus órdenes, una irritabilidad apenas contenida que afloraba ante la menor contrariedad. Markethe, su hermano de crianza y ahora su más leal consejero, lo atribuyó inicialmente al estrés abrumador de su nueva y monumental posición, a la inmensidad de la tarea que se cernía no solo sobre la Hermandad, sino sobre el mundo entero. Miachyv, con su característica y a veces exasperante lógica, sugirió que la inmersión prolongada en conocimientos tan arcanos, y potencialmente perturbadores desde un punto de vista filosófico, podría estar afectando su equilibrio anímico. Valkano, fiel a su naturaleza expansiva, intentó en varias ocasiones aligerar la creciente tensión en las reuniones del consejo con sus bromas habituales, pero estas rebotaban contra la nueva y sombría seriedad de Ron como chispas inofensivas contra un muro de obsidiana. El Gran Maestro apenas sonreía ya, y sus ojos negros parecían ensombrecerse día a día.

Luego comenzaron las visiones. Al principio, eran solo destellos fugaces, imágenes borrosas que asaltaban a Ron durante sus largas y solitarias vigilias en la biblioteca, como sueños febriles en los límites de la conciencia. Pero pronto se hicieron más nítidas, más insistentes: vislumbres de un poder ilimitado fluyendo a través de sus manos, ejércitos incontables arrodillándose en sumisión ante una figura imponente envuelta en llamas de un verde antinatural, un mundo entero purificado de sus imperfecciones, rehecho a imagen y semejanza de una voluntad única, férrea e incuestionable. Él las interpretaba como revelaciones divinas, atisbos del glorioso destino que el Sello le ofrecía para combatir la creciente oscuridad de Odrac, para imponer un orden duradero. A veces, en el silencio opresivo de la cámara más interna, oía susurros, voces seductoras que parecían emanar de la propia Clave Sonora, o quizás de las profundidades de su propia mente alterada. Prometían la fuerza para proteger a la Hermandad de cualquier amenaza, el poder para aplastar a sus enemigos sin piedad, la sabiduría para tomar el control absoluto y guiar al mundo hacia una nueva era de paz impuesta. Sutilmente, casi sin que él mismo fuera consciente, su ambición, aquella faceta de su ser que siempre había luchado por mantener encadenada en lo más profundo, comenzaba a ser regada y nutrida por estos ecos corruptos. Sus decisiones se volvieron más autoritarias, sus edictos inapelables. El aislamiento autoimpuesto se convirtió en su compañero más constante, la biblioteca su única confidente.




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