El Sello: La Rebelión De Los Caídos

Prólogo: El Arquitecto de Sombras

El observatorio se alzaba como un colmillo de obsidiana desgarrando un cielo perpetuamente crepuscular, un firmamento donde estrellas desconocidas parpadeaban con una luz fría y enfermiza. No pertenecía a ningún mundo conocido, sino que flotaba en un pliegue del vacío, un nexo de poder arcano y tecnología blasfema. En su corazón, bañado por el brillo pálido de cristales que susurraban secretos robados de planos muertos, Galaroz contemplaba la danza de la creación y la corrupción.

Ante él, suspendida en el aire como una nebulosa viviente, una compleja proyección tridimensional de energías representaba el mundo de los mortales. Hilos de luz dorada, la fe y la esperanza de los ingenuos, se entrecruzaban con venas pulsantes de un rojo oscuro, la ambición y el odio, y con jirones de un verde ponzoñoso, la desesperación y la plaga. Galaroz, uno de los Antiguos que había traicionado a sus hermanos eones atrás, observaba con la distante fascinación de un entomólogo examinando una colonia de insectos particularmente conflictiva. Su rostro, aún poseedor de una belleza austera y atemporal que recordaba su origen primordial, estaba ahora marcado por una frialdad que helaba el alma y unos ojos que brillaban con el conocimiento de eras y la luz prestada de un amo oscuro.

Una fluctuación irritante cerca de la región conocida como Neipoy, un espasmo de energía caótica y luego una súbita contracción, atrajo su atención. Sus dedos, largos y pálidos, tamborilearon con impaciencia sobre una consola de control tallada en un material desconocido que parecía absorber la luz a su alrededor.

—La pieza de Conquista… —musitó Galaroz, su voz un susurro suave como la seda pero cortante como el cristal—. Siempre tan impetuosa, tan propensa al melodrama de la voluntad propia y a los fracasos espectaculares. El Arquitecto se impacienta con estos desvíos innecesarios. La purificación de ese mundo, la Gran Obra, requiere precisión quirúrgica, no los arrebatos de un ego herido y una lealtad vacilante.

Una sonrisa fría, desprovista de cualquier atisbo de calidez humana o divina, curvó sus labios finos. Recordó brevemente la esencia de aquel que había sido Conquista, una chispa brillante pero errática. Una herramienta útil, sin duda, pero quizás una que necesitaba ser afilada de nuevo en las forjas del sufrimiento, o simplemente reemplazada si su temple resultaba ser deficiente.

Su mirada se desvió en la proyección hacia una isla solitaria, Odrac, que pulsaba con una energía oscura y febril.

—Quizás la herramienta de Odrac, con su brutal simplicidad y su obediencia ciega, resulte más… eficiente para la fase actual —continuó, más para sí mismo que para las sombras que danzaban en los rincones de la vasta cámara—. El Séptimo Sello, aunque sea una burda imitación del poder original, una parodia grotesca de la verdadera Llave, tiene su innegable encanto para desatar el caos necesario, para ablandar las voluntades y preparar el terreno.

Sus ojos, que alguna vez contemplaron los albores de la creación con la maravilla pura de un Antiguo, ahora solo reflejaban la ambición gélida y la devoción inquebrantable hacia su nuevo y verdadero amo. Recordó, con un fugaz y amargo desdén, a sus antiguos hermanos, aquellos que aún languidecían en el Valle de los Reyes, tan aferrados a su obsoleto Equilibrio, a sus profecías polvorientas y a sus juramentos rotos.

—No ven la belleza de la verdadera transformación —murmuró, un eco de su antigua voz resonando con una nueva y terrible convicción—. No comprenden la gloria que aguarda cuando el viejo y decrépito orden finalmente se desmorone bajo el peso de sus propias contradicciones, y la verdadera Rebelión de los Caídos, la que verdaderamente importa, alcance su glorioso apogeo.

Un leve temblor recorrió la estructura del observatorio, una respuesta a la agitación en el corazón de su señor aparente. Galaroz ignoró la perturbación. Su mente ya estaba calculando los siguientes movimientos en el gran tablero de juego cósmico. La Hermandad Adelfuns, esos molestos insectos que se creían guardianes, necesitarían una distracción. Y la aparición de ciertos "potenciales", esas semillas del viejo orden que el Arquitecto había mencionado con un interés particular, cuyo despertar descontrolado podría ser tanto una molestia como una inesperada oportunidad… todo debía ser cuidadosamente orquestado.

Se irguió, su alta figura envuelta en ropajes tejidos con sombras y luz estelar capturada. Caminó hacia un portal que se abrió en el aire ante él, un desgarro en la realidad que mostraba un paisaje de pesadilla, humeante y rojo.

—Prepara mis heraldos —ordenó a una forma oscura y multiforme que se materializó desde las profundidades del portal, susurrando asentimientos en una lengua de pura blasfemia—. El peón en Odrac debe ser… alentado. Y quiero informes constantes sobre la actividad en esa isla de los Adelfuns. Especialmente sobre cualquier fluctuación inusual de poder. El tiempo de las sutilezas está llegando a su fin. La gran sinfonía del caos está a punto de comenzar su primer movimiento, y yo seré su director.

La forma oscura se inclinó en una grotesca muestra de sumisión y se desvaneció. Galaroz volvió su atención a la proyección del mundo mortal. Una sonrisa, esta vez más amplia y llena de una anticipación terrible, se extendió por su rostro.

La partida había comenzado en serio. Y aunque él movía las piezas con maestría, sabía, en lo más profundo de su ser corrompido, que la mano que guiaba la suya pertenecía a un jugador infinitamente más grande, un Arquitecto de Sombras cuyo verdadero rostro el universo aún no estaba preparado para contemplar.




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