Año 9.595 N.E.
Un silencio cargado de expectación se había apoderado de la pequeña armería. La vara improvisada en manos de Mizarth, formada por sus dos tambos y la ornamentada copa metálica, pulsaba con un leve resplandor dorado, una energía cálida y ancestral que fluía visiblemente bajo la piel del guerrero ciego, haciendo que sus músculos se tensaran y una expresión de asombro y extraña familiaridad se dibujara en su rostro habitualmente impasible. El aire a su alrededor parecía vibrar, cargado de una electricidad estática que erizaba el vello de los presentes. Valend, Ghon, Quzury, Farani, Arnolf, Tina y Lys contenían la respiración, sus ojos fijos en el artefacto y en el hombre que lo empuñaba.
—Le falta… la punta —repitió Farani, su voz apenas un susurro, señalando con un dedo tembloroso el extremo superior de la vara, que terminaba en un receptáculo metálico claramente diseñado para albergar algo más.
Como si una fuerza invisible los guiara, todas las miradas convergieron en el antiguo emblema de la Hermandad Adelfuns que descansaba sobre la mesa de roble: aquella punta de lanza de bronce macizo, enmarcada dentro de un hexágono del mismo metal, que durante siglos había adornado la gran puerta del salón del consejo. Ahora, despojada de su contexto ceremonial, su verdadera naturaleza parecía revelarse ante ellos.
—No puede ser… —murmuró Valend, acercándose con cautela, sus ojos de arquera analizando cada detalle del emblema y del receptáculo en la vara de Mizarth—. Las dimensiones… las muescas… encajaría. Encajaría a la perfección.
Quzury, el estudioso del grupo, asintió lentamente, sus ojos brillando con la excitación del descubrimiento. —Durante generaciones, hemos venerado este emblema como un símbolo de nuestra Orden, de nuestra vigilia. ¿Y si todo este tiempo ha sido algo más? ¿Una reliquia disfrazada a plena vista, esperando el momento, o las piezas correctas, para revelar su verdadero propósito?
La idea era tan audaz, tan sacrílega casi, que por un instante nadie se atrevió a hablar. Romper o alterar el emblema sagrado de la Hermandad era impensable. Pero la energía que emanaba de la vara en manos de Mizarth era innegable, una llamada silenciosa que resonaba con una verdad más profunda que cualquier tradición.
Fue Arnolf, el impulsivo guerrero de fuego, quien rompió el hechizo. —¿Y a qué esperamos? ¡Pruébalo, Mizarth! ¡Une las piezas!
Mizarth, sin embargo, permanecía inmóvil, su rostro pálido y tenso. La energía que fluía de la vara se había intensificado, y con ella, una sensación creciente de aprensión, un eco de un poder vasto y terrible que parecía dormir en el corazón del metal.
—No… no es tan simple —logró decir, su voz entrecortada—. Esta cosa… tiene voluntad. Siento… algo. Algo grande.
Justo en ese momento, la puerta de la armería se abrió con un chirrido, revelando las figuras de Markethe y Miachyv. Sus rostros estaban sombríos, marcados por las preocupantes revelaciones que habían desenterrado en los archivos profundos. Se detuvieron en seco al contemplar la escena: el grupo de jóvenes reunido alrededor de Mizarth, la extraña vara brillando en sus manos, y el emblema de la Hermandad sobre la mesa.
—¿Qué está sucediendo aquí? —preguntó Markethe, su voz tranquila pero con un filo de autoridad que hizo que todos se encogieran un poco.
Valend, como hija del Gran Maestro y la más acostumbrada a tratar con los altos rangos, dio un paso al frente. —Maestro Markethe, Maestro Miachyv… Creemos… creemos que hemos encontrado algo. Algo importante.
Con frases entrecortadas y la ayuda de Quzury, explicaron su descubrimiento: la conexión entre los tambos de Mizarth, la copa, y la sospecha de que el emblema era la pieza final de un artefacto mayor.
Miachyv se acercó lentamente, sus ojos analíticos examinando la vara, el emblema, y la expresión tensa de Mizarth. Poso una mano sobre el hombro del guerrero ciego.
—Sientes su poder, ¿verdad, Mizarth? —preguntó con suavidad. Mizarth solo pudo asentir, tragando saliva con dificultad—. Los textos antiguos, los más fragmentarios y prohibidos, hablan de reliquias de un poder inmenso, forjadas en los albores del tiempo, antes incluso de la fundación de nuestra Hermandad tal como la conocemos. Artefactos capaces de canalizar las energías primordiales, o de despertar destinos olvidados. Si esto es lo que creo que es…
No terminó la frase, pero la gravedad en su voz fue suficiente. Markethe observó el emblema con una nueva perspectiva.
—Durante siglos ha sido un símbolo… —murmuró—. ¿Y si su verdadera función era ocultar, proteger, hasta que llegara el momento adecuado? ¿O la persona adecuada?
La mirada de Markethe se posó en Mizarth. En su interior, una intuición, un eco de las enseñanzas de su propio padre, Kandros, sobre linajes y destinos, comenzaba a tomar forma.
Fue entonces cuando la puerta volvió a abrirse, esta vez con más brusquedad. Ron entró en la armería, sus ojos negros brillando con una luz febril que sus consejeros ya comenzaban a temer. Su mirada recorrió la escena, deteniéndose en la vara brillante en manos de Mizarth. Una extraña sonrisa, fría y calculadora, se dibujó en sus labios.
—Interesante… muy interesante —dijo, su voz con un nuevo timbre metálico que no presagiaba nada bueno—. Parece que los niños han estado jugando con juguetes muy poderosos. ¿Qué es exactamente lo que han encontrado?
Antes de que nadie pudiera responder, Ron se acercó a la mesa y tomó el emblema de la Hermandad. Lo sopesó en su mano, una expresión de intensa concentración en su rostro.
—El Gran Maestro anterior habló de artefactos capaces de contrarrestar la réplica de Odrac… o de revelar el camino hacia el verdadero Sello —dijo, más para sí mismo que para los demás—. Si esto es uno de ellos…
Se volvió hacia Mizarth, su mirada penetrante. —Únelo, Mizarth. Completa el artefacto. Quiero ver su verdadero poder.
Hubo una vacilación palpable en el aire. La orden de Ron, teñida de una avidez que no era propia de él, chocaba con la aprensión que todos sentían.