El Sello: La Rebelión De Los Caídos

Capítulo 5: El Viaje al Valle de los Reyes

Año 9.595 N.E.

La decisión, una vez tomada en la caótica y energéticamente cargada armería, se había puesto en marcha con una celeridad que hablaba tanto de la urgencia de la situación como de la eficiencia implacable de Markethe. La Hermandad Adelfuns, aunque sacudida por la reciente transformación de su Gran Maestro y el despertar violento de un poder ancestral en cuatro de sus miembros, no era una organización que se paralizara ante la crisis. En cuestión de horas, una pequeña pero bien equipada expedición estaba lista para partir.

El objetivo: el legendario y casi mítico Valle de los Reyes, un lugar envuelto en el misterio de eras olvidadas, donde se decía que residían los "antiguos", seres de inmenso conocimiento que quizás podrían arrojar luz sobre la naturaleza de la Lanza del Destino y las extrañas marcas que ahora ardían bajo la piel de Mizarth, Alcorth, Alice y Ëadrail. Ron, aún visiblemente afectado por la purga de energía sagrada que había contrarrestado momentáneamente la corrupción del Sello, había dado su bendición a la misión, su voz teñida de una extraña mezcla de temor y una lucidez frágil que preocupaba a Markethe más que su anterior y abierta hostilidad. El Gran Maestro original, aferrándose a un hilo de vida, solo había podido asentir débilmente, sus ojos implorando a Markethe que velara por los jóvenes.

La nave de transporte asignada era un modelo de sigilo clase Cóndor, una maravilla de la ingeniería de Cawdor, cedida a la Hermandad como parte de sus pactos de colaboración. Su fuselaje, compuesto por una aleación de titanio y múltiples capas de grafeno entrelazado, no solo le confería una resistencia estructural asombrosa, sino que también poseía propiedades de dispersión de radar y camuflaje térmico que la hacían virtualmente indetectable para la mayoría de los sistemas de sensores conocidos. En su interior, el espacio era funcional, optimizado para el transporte de un pequeño contingente y su equipo, con asientos de contención que se amoldaban al cuerpo y pantallas holográficas multifunción parpadeando con datos de navegación y diagnósticos del sistema.

A bordo iban los cuatro "marcados". Mizarth, con su habitual venda de lino oscuro cubriendo sus ojos blancos y sin vida, permanecía sentado en un silencio casi absoluto, sus manos descansando sobre la Lanza del Destino, que ahora viajaba desmontada y cuidadosamente envuelta en paños consagrados. A pesar de su ceguera física, sus otros sentidos, agudizados hasta un extremo casi doloroso, captaban el zumbido de los motores de la nave, el leve cambio en la presión del aire a medida que ascendían, y las auras energéticas de sus compañeros, ahora extrañamente resonantes con la suya propia desde el despertar en la armería. La marca en su pecho, bajo la túnica, era un recordatorio constante, un calor sutil que nunca desaparecía. A veces, cuando cerraba los ojos de su mente, podía "verla" brillar, una constelación rota de luz blanca y absorbente.

Alcorth, a su lado, ocupaba dos asientos con su imponente figura. La marca carmesí en su pecho parecía latir bajo su armadura ligera de combate. Sus ojos, normalmente de un rojo tan oscuro que bajo la mayoría de las luces parecían negros como la obsidiana, similares al color de la sangre coagulada, a menudo se teñían de un brillo escarlata casi sobrenatural cuando su mente volvía a la explosión de energía y al poder desconocido que había sentido surgir en su interior. Había llegado de Cawdor apenas unos días antes, convocado por un mensaje urgente de su padre, Lord Nor, justo a tiempo para presenciar el cataclismo en la armería. Aedius Vaisman lo había despedido con una mirada severa pero cargada de un tácito entendimiento, como si supiera que el entrenamiento del joven Patmus estaba a punto de entrar en una fase mucho más peligrosa y real.

Alice Monërhalth revisaba por enésima vez los componentes de su equipo de alquimia portátil, una serie de viales, quemadores de plasma en miniatura y analizadores de campo contenidos en un maletín de polímeros reforzados. La marca amarillo bilioso en su pecho era una fuente constante de inquietud. Su mente científica luchaba por encontrar una explicación lógica a lo ocurrido, pero la sensación de aquel poder helado y corrosivo que la había recorrido era demasiado visceral, demasiado real. Miraba de reojo a Ëadrail, preguntándose qué sentiría él, qué pensaría de todo aquello.

Ëadrail Adanahël, por su parte, permanecía en su asiento con la impasibilidad de una estatua. La marca gris ceniza en su pecho era invisible bajo sus ropajes oscuros, pero él sentía su peso, una frialdad que parecía resonar con su afinidad por el elemento sombra. Si el evento en la armería lo había afectado profundamente, no lo demostraba. Sus ojos grises, fríos y calculadores, observaban el paisaje que se deslizaba bajo la nave a través de los visores blindados, su mente ya trazando estrategias, analizando posibles amenazas. El regreso de Neipoy había sido precipitado por una llamada urgente de la Hermandad, y ahora se encontraba envuelto en un misterio que superaba con creces la simple política o la guerra convencional.

Markethe pilotaba la Cóndor con la pericia de un veterano, aunque su mente estaba dividida entre la compleja tarea de navegación a baja altitud a través de las cadenas montañosas del norte de Epiro del Este y la creciente preocupación por el estado de Ron y el futuro de la Hermandad. Miachyv, a su lado en la cabina, monitoreaba los sistemas de la nave y los informes meteorológicos, su rostro sereno ocultando la tormenta de cálculos y predicciones que se arremolinaba en su interior.

—El Valle de los Reyes se encuentra en una región no cartografiada de las Tierras Yermas del Norte —informó Miachyv, su voz tranquila apenas audible sobre el ronroneo de los motores—. Las leyendas dicen que está protegido por tormentas perpetuas y barreras naturales casi infranqueables. Los antiguos no deseaban ser encontrados fácilmente.




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