El Sello: La Rebelión De Los Caídos

Capítulo 9: La Llegada al Valle de los Reyes

Año 9.595 N.E.

Un silencio tenso y cargado de expectación reinaba en la cabina de la Cóndor. El encuentro con los montaraces de Borin, el Guardián del Paso, había sido una prueba de la diplomacia y la astucia de Ëadrail, pero también un sombrío recordatorio de la hostilidad del mundo más allá de las fronteras conocidas. Kael, el anciano guía de la tribu, los había conducido durante dos jornadas más, sus pasos seguros y silenciosos trazando senderos invisibles a través de las estribaciones más bajas de la "Espina del Mundo", una cadena montañosa que se alzaba como una muralla titánica contra el horizonte oriental. Sus laderas, cubiertas de un brezal ralo y de un color pardo enfermizo, eran constantemente azotadas por vientos helados que silbaban entre las rocas con la cadencia de un lamento ancestral, llevando consigo el olor acre de la nieve perpetua y la piedra desnuda.

Finalmente, Kael se detuvo al borde de un vasto y desolado altiplano. Se extendía ante ellos como un océano grisáceo y petrificado, barrido incesantemente por ráfagas de viento que levantaban nubes de polvo fino y cortante, todo bajo un cielo que parecía una plancha de acero eternamente plomizo.

—Hasta aquí os puedo acompañar, extranjeros de las tierras bajas —anunció el montaraz, su voz ronca como el roce de dos piedras de molino—. Más allá de esta línea invisible se extienden las Tierras Prohibidas. Ningún miembro de mi tribu, ni de las tribus vecinas, ha osado cruzarlas desde que los abuelos de mis abuelos eran apenas unos niños. Las leyendas más antiguas, susurradas con temor alrededor de las fogatas en las noches de invierno, dicen que el aire mismo está maldito en esos parajes, y que el Valle que buscáis, si es que realmente existe fuera de los cuentos de viejas, yace en su corazón oscuro, protegido por algo mucho más antiguo y terrible que simples montañas o tormentas inclementes. Que vuestros dioses, si es que tenéis alguno que aún escuche vuestras plegarias, os guíen a través de la desolación. Yo regreso con los míos.

Con una breve e impenetrable inclinación de cabeza, el montaraz dio media vuelta y, con la misma rapidez silenciosa con la que se había movido durante días, desapareció entre las rocas y las sombras del crepúsculo incipiente, dejando al grupo de la Hermandad solo, enfrentado a la inmensidad sobrecogedora de lo desconocido.

La Cóndor, su fuselaje de aleación de titanio y grafeno marcado por las cicatrices del reciente encuentro con los Ecos Dolientes, había sufrido daños considerables en sus sofisticados sistemas de camuflaje térmico y dispersión de radar. Markethe, tras una rápida consulta con Miachyv y una evaluación de los riesgos, tomó la difícil decisión de no continuar el viaje por aire. Atravesar un territorio tan expuesto, que las leyendas pintaban como vigilado por defensas arcanas, con una nave cuyas capacidades de sigilo estaban comprometidas, era una invitación al desastre. Con una pericia admirable, encontró una profunda grieta rocosa, un tajo oscuro en la ladera de un pico cercano, donde la nave pudo ser cuidadosamente camuflada bajo un manto de nieve compactada y rocas sueltas. Sus sistemas fueron puestos en modo de hibernación profunda para conservar la escasa energía restante, con la incierta esperanza de poder recuperarla para el improbable viaje de regreso.

A partir de ese punto, la expedición, ahora considerablemente más vulnerable, continuaría a pie. La perspectiva era desalentadora, casi suicida, dada la vastedad del terreno que se abría ante ellos como las fauces de una bestia dormida.

El grupo que se internó en el altiplano estaba compuesto por los cuatro "marcados", aquellos cuyas vidas habían sido irrevocablemente alteradas por el despertar de la Lanza del Destino.

Mizarth caminaba con una extraña seguridad, la Lanza desmontada y cuidadosamente envuelta en paños consagrados asegurada a su espalda como una extensión de su propia columna vertebral. Su ceguera física, lejos de ser una desventaja en este paisaje monótono y desprovisto de puntos de referencia visuales, parecía haber agudizado su percepción interna a niveles asombrosos; sentía las fluctuaciones de energía del terreno, las corrientes de aire invisibles, la presencia sutil de algo ancestral que tiraba de él hacia el este. Alcorth, a su lado, era una montaña de músculo y determinación, su imponente presencia un escudo tácito para el grupo, aunque sus ojos rojo oscuro, casi negros como la sangre coagulada, a menudo se perdían en el horizonte con una expresión de sombría introspección, recordando el poder casi ajeno que había sentido surgir en su interior. Alice Monërhalth, con su inseparable maletín de polímeros reforzados conteniendo su equipo de alquimia portátil, caminaba con una resiliencia tranquila, su mente científica tratando de analizar el entorno hostil mientras su corazón aún luchaba con las implicaciones de su propio y perturbador poder de drenaje. Y Ëadrail Adanahël, envuelto en sus ropajes oscuros, se movía con la gracia silenciosa de un depredador, sus ojos grises y penetrantes escudriñando cada sombra, cada formación rocosa, su mente analizando cada detalle del paisaje con una frialdad casi inhumana.

Junto a ellos, ofreciendo el ancla de su experiencia y liderazgo, iban Markethe y Miachyv. Markethe, con sus dagas siempre al alcance y sus sentidos de guerrero sombra aguzados al máximo, asumía la vanguardia, mientras Miachyv, con su calma erudita y su conocimiento de los textos antiguos, intentaba orientarlos usando un cronocompás de grafeno y las escasas referencias estelares que lograban filtrarse a través del cielo perpetuamente nublado. Completando la expedición, los jóvenes de la Hermandad aportaban su energía y sus habilidades especializadas: Valend, la hija de Ron, con su arco de precisión y su creciente afinidad por el elemento aire, se movía con la ligereza de una pluma; su leal novio Ghon, aunque desprovisto de poderes elementales, compensaba con una valentía inquebrantable y una sólida habilidad con la espada y el escudo, siempre cerca de Valend. Quzury, el joven monje-guerrero, con su báculo en mano y su sorprendente dominio dual del agua y el fuego, ofrecía tanto poder ofensivo como una fuente inesperada de sabiduría popular y leyendas olvidadas. Los hermanos Zeta, el impetuoso Arnolf y el más sereno Farani, con sus respectivos dominios del fuego y el agua, flanqueaban al grupo, siempre alerta. Y finalmente, Tina y Lys, las otras hijas de Ron, aportaban sus propios y emergentes talentos: Tina, con su control del fuego que a veces destellaba con un prometedor tono azul, y Lys, cuyas habilidades con el elemento agua y sus pistolas con dagas se complementaban con una intuición sorprendente.




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