El Sello: La Rebelión De Los Caídos

Capítulo 13: Prueba de Viento – La Fuerza de la Amistad

Año 9.595 N.E. (Dentro del Santuario de los Antiguos, en paralelo con las otras Pruebas)

El portal de un blanco resplandeciente, que vibraba con la energía contenida de una tormenta a punto de estallar, atrajo a Quzury, Arnolf y Farani. A diferencia de los umbrales de sus compañeros, este no emanaba un calor sofocante ni una oscuridad terrenal, sino una corriente de aire fresco y vigorizante, cargada con el olor a ozono y a la vastedad de los cielos abiertos. Un leve silbido, como el de un viento lejano surcando cumbres montañosas, parecía invitarlos a entrar.
Quzury, el joven monje-guerrero cuyo conocimiento de lo arcano a menudo sorprendía a sus mayores, observó el portal con una mezcla de curiosidad intelectual y una serena aceptación. Su báculo de madera pulida, un compañero casi tan constante como su propia sombra, descansaba firmemente en su mano. A su lado, Arnolf, el impetuoso guerrero de fuego, hacía crujir los nudillos, sus ojos brillando con anticipación combativa. Farani, el más tranquilo de los hermanos Zeta pero no menos letal con sus poderes acuáticos, mantenía una expresión concentrada, sus sentidos alerta a cualquier indicio de peligro.
—La Prueba del Viento… —murmuró Quzury, más para sí mismo que para sus compañeros—. El viento es el aliento del mundo, invisible pero omnipresente, capaz de la caricia más suave y de la furia más destructora. Esta prueba, me temo, medirá nuestra capacidad para mantenernos unidos frente al caos, nuestra habilidad para ser flexibles como la hierba y firmes como la montaña ante la tempestad.
—Mientras haya algo que golpear o quemar, estaré contento —gruñó Arnolf, una pequeña llama danzando juguetonamente en la palma de su mano.
Farani sonrió levemente. —Esperemos que no todo se resuelva con tu sutileza habitual, hermano. Confío en que la sabiduría de Quzury nos guiará cuando la fuerza bruta no baste.
Con un asentimiento mutuo, el trío cruzó el umbral.

Fueron recibidos no por un túnel o una caverna, sino por la sensación vertiginosa de un espacio abierto e ilimitado. Se encontraron en lo que parecía ser una vasta arena circular, tan grande como la plaza de armas de una ciudadela importante. El suelo era de una arena fina y pálida que se arremolinaba constantemente bajo la fuerza de un viento invisible que soplaba desde todas direcciones a la vez, creando pequeños torbellinos y levantando nubes de polvo que dificultaban la visión. El cielo sobre ellos era una cúpula de un gris tormentoso y opresivo, sin sol ni estrellas visibles, solo el movimiento constante de nubes amenazantes que parecían hervir con una energía contenida. Unas gradas de piedra toscamente tallada, vacías y desgastadas por el tiempo, rodeaban la totalidad de la arena, dando al lugar una sensación de abandono y soledad, como si fueran los últimos gladiadores en un coliseo olvidado por los dioses.
Una tablilla de piedra grisácea, similar a las encontradas por sus compañeros pero con runas que parecían talladas por el propio viento, se materializó flotando brevemente ante ellos antes de desvanecerse, dejando sus palabras grabadas en sus mentes:
“El viento es cambio, el viento es libertad, el viento es el caos que precede a la creación. En su abrazo impredecible se prueba la fortaleza del espíritu y la cohesión del grupo. Solo aquellos que puedan danzar con la tormenta, que confíen en el otro cuando la visión se nuble y el camino se pierda, y que encuentren el ojo de la tempestad en su interior, prevalecerán. La arena es vuestro crisol; vuestro tiempo, medido por los caprichos del huracán. Que vuestra amistad sea el ancla, y vuestra fe mutua, las alas.”

Apenas las palabras se hubieron asentado en sus mentes, las paredes de la arena, que antes parecían sólidas, comenzaron a temblar. Con un estruendo metálico y el chirrido de mecanismos oxidados, múltiples puertas de un metal oscuro y resistente, situadas a intervalos irregulares alrededor del perímetro, se abrieron de golpe, vomitando una horda de criaturas de pesadilla.
Eran una amalgama grotesca de formas y tamaños. Algunas eran bestias cuadrúpedas con pelaje erizado y garras como cuchillas, otras reptaban sobre múltiples patas insectoides, y otras más, las más grandes, eran masas informes de músculos y tentáculos con múltiples ojos que brillaban con una luz rojiza y famélica. Todas compartían una ferocidad primigenia y una voracidad que no dejaba lugar a dudas sobre sus intenciones.
—¡Cuidado! ¡Por todos los infiernos, de dónde salen tantos! —gritó Arnolf, invocando instintivamente una barrera de llamas a su alrededor, mientras desenfundaba su pesada hacha de guerra de doble filo.
—¡A luchar! ¡Manténganse juntos! —exclamó Farani, sus manos ya trazando los gestos para invocar el poder del agua, sus dos espadas cortas brillando con una luz azulada mientras las extraía de sus vainas.
—¡Formación triangular! ¡Arnolf, tú en la punta, usa tu fuego para abrir brecha y mantenerlos a raya! ¡Farani, a mi derecha, controla el flujo, crea aberturas! ¡Yo cubriré la retaguardia y buscaré patrones en sus ataques! —ordenó Quzury, su báculo girando con destreza en sus manos, mientras su mente analítica ya procesaba la caótica escena. Aunque era el más joven de los tres, su calma y su capacidad estratégica a menudo lo convertían en el líder natural en situaciones de crisis.
Se pusieron en formación, espalda contra espalda al principio, y luego abriéndose en un triángulo defensivo mientras la primera oleada de monstruos los alcanzaba. Lo que siguió fue un torbellino de violencia elemental y acero. Arnolf era una fuerza de la naturaleza, su hacha describiendo arcos mortales, cada golpe acompañado de explosiones de fuego que incineraban a las criaturas más pequeñas y hacían retroceder a las más grandes. Farani, con una gracia fluida, usaba sus espadas como extensiones de sus brazos, sus movimientos rápidos y precisos, mientras corrientes de agua a alta presión surgían de sus manos, derribando a los monstruos o convirtiendo la arena bajo sus pies en un lodazal traicionero. Quzury, desde el vértice posterior de la formación, usaba su báculo tanto para el combate cuerpo a cuerpo, desviando garras y colmillos, como para canalizar sus propios poderes: ráfagas de viento cortante que mantenían a raya a los atacantes y, sorprendentemente para sus compañeros, ocasionales llamaradas de un fuego más controlado y preciso que el de Arnolf, producto de su inusual dominio dual.
Lucharon con una valentía y una habilidad que habrían enorgullecido a sus maestros en la Hermandad, cada uno cubriendo las debilidades del otro, sus movimientos anticipándose y complementándose. Derrotaron a docenas de monstruos, sus cuerpos disolviéndose en una nube de polvo oscuro al ser vencidos. Pero por cada criatura que caía, dos más parecían surgir de las puertas metálicas, que se abrían y cerraban al azar, impidiendo cualquier intento de predecir de dónde vendría el siguiente ataque. El viento en la arena arreciaba, levantando nubes de arena que picaban en los ojos y reducían la visibilidad a apenas unos metros, volviendo la lucha aún más caótica y desesperada.
Podían sentir el cansancio comenzando a hacer mella en sus músculos, el ardor en sus pulmones por el esfuerzo y el polvo, y las primeras heridas –cortes superficiales, contusiones dolorosas– comenzaban a acumularse. Estaban heridos, rodeados, y la marea de enemigos no parecía disminuir.
—¡No podemos seguir así indefinidamente! —gritó Quzury por encima del estruendo de la batalla y el aullido del viento, mientras esquivaba por poco el ataque de una criatura con colmillos como dagas que había surgido de la arena a sus pies—. ¡Nos están desgastando!
—¡Tienes razón, Quzury! ¡Esta carnicería no tiene fin! —exclamó Farani, su aliento entrecortado, mientras clavaba sus dos espadas en el pecho de otra bestia con múltiples garras que intentaba flanquear a Arnolf.
—¡Tenemos que encontrar una salida! ¡Algún punto débil en esta maldita arena! —rugió Arnolf, su hacha partiendo en dos a un monstruo con cuernos que se había abalanzado sobre él, su armadura ya manchada con la sangre oscura y viscosa de sus enemigos.
—¡Pero cómo! ¡Apenas podemos ver más allá de nuestras narices con esta tormenta de arena! —replicó Quzury, su mirada barriendo frenéticamente el entorno visible, buscando desesperadamente alguna pista, alguna anomalía en el caos.
—¡No lo sé! —admitió Farani, su voz teñida por primera vez de una nota de desesperación mientras buscaba alguna pista en las gradas vacías o en el cielo tormentoso.
—¡Yo tampoco lo veo! —gruñó Arnolf, sintiendo cómo la esperanza comenzaba a flaquear, reemplazada por la sombría determinación de vender cara su vida.
Fue entonces, en un breve claro que el viento arremolinado abrió en la nube de polvo, cuando Quzury se fijó en algo que no había notado antes, algo que su mente, incluso en medio del fragor del combate, registró como fuera de lugar. En lo más alto de las gradas, en el punto exacto que marcaba el norte de la arena, una gran bandera, o más bien un estandarte de un tejido oscuro y resistente, ondeaba con una violencia desafiante contra el viento huracanado. La tela estaba deshilachada y desgastada por el tiempo, pero en su centro, un símbolo complejo, tejido con hilos de un metal que brillaba débilmente incluso bajo el cielo opresivo, le resultó vagamente familiar. Con un sobresalto, recordó dónde lo había visto antes: era el mismo tipo de iconografía que adornaba las túnicas de los tres antiguos que los habían recibido en la cámara central.
—¡Mirad! ¡Allí arriba! —gritó Quzury, señalando con su báculo hacia el estandarte.
Arnolf y Farani siguieron la dirección de su dedo, sus ojos entrecerrándose para enfocar a través de la arena.
—¿Qué? ¿Una simple bandera? ¿Y qué con eso, Quzury? —preguntó Arnolf, sin entender la repentina excitación en la voz de su amigo.
—¡No es una simple bandera, Arnolf! ¡Miren el símbolo! —explicó Quzury, su mente trabajando a toda velocidad—. ¡Es el mismo tipo de diseño que llevaban los antiguos en sus túnicas!
—¿Y eso qué significa, aparte de que a estos vejestorios les gusta su propia marca? —preguntó Farani, aún escéptico, mientras desviaba con pericia un coletazo de una criatura reptante.
—¡Significa que podría ser la clave! ¡La salida! —exclamó Quzury, una chispa de comprensión iluminando sus facciones—. Ellos diseñaron estas pruebas. ¿No tendría sentido que la solución estuviera a la vista, pero oculta por el caos que ellos mismos crearon?
—¿Cómo puedes estar tan seguro, Quzury? Podría ser solo una decoración más —dudó Arnolf, aunque la idea comenzaba a arraigar en su mente.
—Lo sé porque es la única cosa en toda esta maldita arena que no es un monstruo intentando devorarnos o una trampa diseñada para aplastarnos —razonó Quzury, su voz ganando convicción—. Es un punto fijo en medio de la tormenta. Un objetivo.
—De acuerdo, supongamos que tienes razón —concedió Farani—. ¿Qué se supone que hagamos con ella? ¿Saludarla?
—Tenemos que llegar hasta ella. Y tenemos que tocarla. Quizás eso detenga esta locura —supuso Quzury, basándose más en la intuición y en la lógica de las pruebas de sus compañeros que en un conocimiento certero.
—¿Llegar hasta allí arriba, con todas estas bestias intentando convertirnos en su almuerzo? Suena… complicado —dijo Arnolf, mirando la distancia que los separaba del estandarte y la horda de monstruos que aún se interponía.
—No tenemos muchas más opciones, hermanos —dijo Quzury, su mirada encontrando la de cada uno de ellos—. Confíen en mí. Confíen en nosotros. Podemos hacerlo si trabajamos juntos.
Arnolf y Farani intercambiaron una mirada. Habían luchado juntos incontables veces, conocían las fortalezas y debilidades del otro como las suyas propias. Si Quzury, con su mente aguda, creía que había una posibilidad, por remota que fuera, valía la pena intentarlo.
—Está bien, Quzury. Confiamos en ti —dijo Farani, y Arnolf asintió con un gruñido de aprobación.
—Bien, entonces escuchen con atención —dijo Quzury, su mente ya trazando un plan desesperado—. Arnolf, necesito que crees la mayor distracción de fuego que puedas concebir, algo que atraiga la atención de la mayoría de esas cosas hacia el centro de la arena. Farani, tú y yo usaremos esa distracción para abrirnos paso hacia las gradas por el flanco oeste. Una vez allí, subiremos lo más rápido posible. Arnolf, cuando veas que estamos a mitad de camino, intenta unirte a nosotros. Necesitaremos tu fuerza para el último tramo. ¿Entendido?
Ambos asintieron, la gravedad de la situación reflejada en sus rostros. Era un plan arriesgado, casi suicida, pero era el único que tenían.
Con un rugido que hizo temblar la arena, Arnolf desató la furia de su elemento. Columnas de fuego brotaron a su alrededor, convergiendo en una explosión masiva en el centro de la arena que se elevó como un pequeño sol, atrayendo con su calor y su luz a la mayoría de las bestias, que se abalanzaron hacia la conflagración con gruñidos de rabia y confusión.
Aprovechando el caos y el humo, Quzury y Farani se deslizaron como sombras hacia el borde de la arena, esquivando a los monstruos rezagados que aún no habían sucumbido a la atracción del fuego. Quzury usaba ráfagas de viento para desviar proyectiles y mantener a raya a los atacantes más pequeños, mientras Farani creaba muros temporales de agua vaporizada que ocultaban sus movimientos y confundían a sus perseguidores.
Lograron alcanzar las primeras gradas de piedra, y comenzaron el arduo ascenso, saltando sobre bloques rotos y esquivando las garras y colmillos de las criaturas que intentaban trepar tras ellos. Arnolf, viendo que sus hermanos habían ganado una distancia considerable, extinguió su infierno personal con un último y estruendoso estallido y corrió para unirse a ellos, su hacha abriendo un sangriento camino entre los monstruos que intentaban cortarle el paso.
Juntos, los tres lucharon por cada escalón, cubriéndose mutuamente, sus elementos combinándose en una danza desesperada de fuego, agua y viento. Finalmente, exhaustos, sangrando por múltiples heridas y con los pulmones ardiendo, llegaron a la plataforma superior donde ondeaba el estandarte.
—¡Lo… lo hicimos! —jadeó Quzury, apoyándose en su báculo, una sonrisa de triunfo y alivio dibujándose en su rostro cubierto de polvo y sudor.
—¡Sí! ¡A la porra con todas esas bestias! —exclamó Arnolf, dejando caer su pesada hacha con un clangor metálico, aunque la mantuvo al alcance de la mano.
—¡Ahora… toquemos esa maldita bandera y larguémonos de este infierno! —dijo Farani, sus ojos fijos en el símbolo que brillaba en el centro del estandarte.
Se dispusieron a tocar la tela oscura al mismo tiempo, sus manos extendidas con una mezcla de esperanza y aprensión. Pero justo cuando sus dedos estaban a punto de rozar el tejido ancestral, una voz profunda y solemne, que parecía emanar no del estandarte sino del aire mismo a su alrededor, los hizo detenerse en seco.
—Deteneos, valientes pero imprudentes guerreros —resonó la voz, cargada con el peso de las eras y una autoridad innegable.
Los tres amigos se miraron, el desconcierto y una nueva oleada de temor reflejándose en sus ojos.
—¿Quién… quién eres? —preguntó Quzury, su voz apenas un susurro, intentando localizar la fuente de la voz.
—Soy el Guardián de esta Prueba, el eco de los Antiguos que la diseñaron —respondió la voz—. Y os felicito. Habéis llegado hasta aquí, demostrando coraje, habilidad y, lo más importante, una unidad inquebrantable. Habéis superado la prueba del viento.
Un suspiro colectivo de alivio escapó de sus labios. Lo habían logrado.
—Pero —continuó la voz, y el tono se volvió más grave, más ominoso—, aún os queda una última decisión que tomar. Una elección que pondrá a prueba la verdadera naturaleza de vuestra amistad, la profundidad de vuestra lealtad.
—¿Qué… qué decisión? —preguntó Farani, la desconfianza volviendo a teñir su voz.
—La decisión de elegir entre vuestra misión sagrada y los lazos que os unen —dijo la voz, y sintieron un frío más intenso que el del viento helado recorrer sus espinas dorsales—. Si deseáis que los tres seáis transportados ante la presencia de mis Hermanos Antiguos, y recibir el conocimiento que buscáis, uno de vosotros deberá quedarse atrás. Sacrificado a la arena, para asegurar el paso de los otros dos. Solo así demostraréis un valor y un compromiso que trascienda lo personal. Elegid con sabiduría, pues vuestra elección es irrevocable, y el tiempo es breve.
El silencio que siguió fue más pesado y opresivo que cualquier tormenta. La alegría de haber superado la prueba se evaporó, reemplazada por una incredulidad horrorizada. ¿Sacrificar a uno de ellos? ¿Abandonar a un hermano para salvarse a sí mismos y continuar la misión? Era impensable, monstruoso.
Quzury, Arnolf y Farani se miraron, el dolor y la confusión reflejados en los rostros de sus amigos, de sus hermanos de armas. La verdadera prueba del viento, la más terrible, acababa de comenzar.




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