Año 9.595 N.E. (Dentro del Santuario de los Antiguos, conclusión de las Pruebas)
En la desolada y ventosa arena de la Prueba del Viento, un silencio cargado de una angustia casi insoportable había sucedido a las ominosas palabras del Guardián. La elección impuesta –sacrificar a un amigo para asegurar el avance de los otros dos hacia el conocimiento de los antiguos– pendía sobre Quzury, Arnolf y Farani como una espada de Damocles invisible, más afilada y terrible que cualquier arma física. La euforia de haber superado la horda interminable de monstruos, de haber alcanzado el estandarte en un acto desesperado de fe y coraje compartidos, se había evaporado como la niebla matutina bajo un sol inclemente, reemplazada por una incredulidad helada y un dolor punzante que amenazaba con quebrar sus espíritus. ¿Era esta la verdadera naturaleza de las pruebas de aquellos seres legendarios? ¿Una crueldad tan refinada en su concepción, un dilema tan imposible de resolver sin traicionar algo fundamental?
Arnolf, el guerrero de fuego, fue el primero en romper el silencio opresivo, su voz un gruñido ahogado por una rabia que luchaba por contener y una confusión que no podía ocultar. —¿Sacrificar a uno de nosotros? ¿Te has vuelto loco, quienquiera que seas, espíritu o eco de los antiguos? ¡Hemos luchado como uno solo, hemos sangrado como uno solo! ¡Ninguno de nosotros se quedará atrás para satisfacer tu retorcido sentido de la prueba!
—Es el precio que a veces exige el conocimiento verdadero, guerrero de llamas —replicó la voz del Guardián, imperturbable y serena, resonando desde todas partes y ninguna a la vez, como si el propio viento les hablara—. La verdadera devoción a una causa que trasciende al individuo a menudo exige sacrificios que desgarran el corazón y ponen a prueba el alma. Vuestra misión, aquella que os ha traído hasta este lugar olvidado, es de una importancia vital para el destino de vuestro mundo. ¿No vale acaso la vida de uno por la potencial salvación de incontables otros, por la obtención de una verdad que podría cambiar el curso de la historia? Tenéis poco tiempo para deliberar. El viento de la arena es impaciente, y no espera eternamente a los indecisos.
Farani, el hermano de Arnolf, observó a su impetuoso pariente y luego a Quzury. En los ojos de Arnolf vio una furia desafiante que conocía bien, pero también un miedo subyacente, el temor no a la muerte propia, sino a la pérdida de un compañero. En los de Quzury, el joven monje-guerrero, vio una profunda y dolorosa tristeza, pero también una concentración intensa, como si su mente ágil estuviera sopesando todas las variables, todas las consecuencias, a una velocidad vertiginosa.
—No hay nada que elegir que implique dejar a uno de nosotros aquí, Guardián —dijo finalmente Quzury, su voz sorprendentemente firme y clara, aunque un temblor apenas perceptible la recorría, una traza de la tormenta emocional que libraba en su interior—. Si el precio para acceder a la sabiduría de tus Hermanos Antiguos es la traición a los lazos sagrados que nos unen, entonces es un precio que, con todo respeto, no estamos dispuestos a pagar. Preferimos enfrentar el fracaso de nuestra misión juntos, como hermanos de armas y de espíritu, que alcanzar cualquier atisbo de éxito individual sobre el cuerpo o el alma abandonada de un amigo.
—¡Bien dicho, Quzury! ¡Malditamente bien dicho! —rugió Arnolf, dando un paso instintivo al frente, su pesada hacha de guerra levantada en un gesto de desafío más que de ataque directo, como si quisiera enfrentarse físicamente a la voz invisible que los atormentaba—. Si esta es tu prueba final, entonces tu prueba es una farsa, una burla a todo lo que representamos. ¡No abandonaremos a Quzury, ni a Farani, ni yo me dejaré abandonar! ¡Nos iremos juntos o pereceremos juntos!
Farani asintió con una gravedad solemne, colocándose sin dudarlo al lado de su hermano, sus dos espadas cortas brillando con una pálida luz azulada a pesar de la penumbra de la arena. —Nuestra amistad, nuestra lealtad mutua, el juramento que hicimos a la Hermandad y entre nosotros, valen infinitamente más que cualquier secreto arcano que podáis ofrecernos bajo condiciones tan viles. Si nuestro destino es caer aquí, lo haremos como una unidad, con honor.
La voz del Guardián permaneció en un silencio que se extendió por un largo y tenso momento, un silencio en el que el único sonido era el silbido del viento que ahora parecía menos amenazante, casi expectante.
Quzury observó a sus amigos, una oleada de afecto y una gratitud tan intensa que casi le roba el aliento llenando su pecho. Había estado genuinamente dispuesto a sacrificarse, creyendo que era la única opción lógica para el bien mayor, pero ellos, en su lealtad inquebrantable y su amor fraternal, le estaban ofreciendo un regalo aún mayor: la certeza absoluta de que nunca, bajo ninguna circunstancia, estaría solo.
Finalmente, la voz del Guardián volvió a sonar, y esta vez, había un matiz diferente en ella, algo que ya no era frío ni impersonal, algo que podría haber sido un profundo respeto, o quizás, solo quizás, una leve y ancestral sorpresa.
—Vuestra lealtad… es una fuerza formidable. Obstinada hasta la misma médula de vuestros huesos, quizás, y ciertamente imprudente desde una perspectiva puramente estratégica, pero innegablemente admirable. Habéis elegido la cohesión del espíritu y el lazo de la hermandad por encima del aparente y lógico beneficio de la misión impuesta. Habéis elegido la amistad incondicional por encima del sacrificio individual que os fue dictado bajo coacción. Y en esa elección unánime e inquebrantable… habéis pasado la verdadera y más profunda Prueba del Viento.
Una luz dorada, increíblemente suave y cálida, comenzó a emanar no de la voz, sino del propio estandarte en lo alto de las gradas. La luz se extendió como un abrazo protector, envolviendo al trío en un resplandor reconfortante. La sensación de peligro inminente, la opresión de la arena, se disipó por completo, reemplazada por una paz profunda y una sensación de logro que iba mucho más allá de la simple victoria en un combate físico. La arena a sus pies dejó de arremolinarse con hostilidad, el viento aullante que los había atormentado se calmó hasta convertirse en una brisa gentil y casi acariciante, y las gradas vacías, antes testigos silenciosos de su ordalía, parecieron perder su aura amenazante, casi como si el propio lugar exhalara un suspiro de alivio ancestral.