El Sello: La Rebelión De Los Caídos

Capítulo 15: Las Revelaciones de los Antiguos

Año 9.595 N.E. (Dentro del Santuario de los Antiguos, tras la superación de las Pruebas)

El agua del manantial del santuario era increíblemente fría, pura y vigorizante. Cada sorbo parecía no solo calmar la sed física, sino también disipar parte del agotamiento profundo que se había adherido a sus almas durante las arduas pruebas. El grupo de la Hermandad se reunió en la vasta cámara circular, sus miembros sentados sobre los fríos pero lisos bancos de piedra que bordeaban la estancia, sus heridas superficiales limpias y vendadas, sus espíritus momentáneamente en calma. El silencio ya no se sentía opresivo, sino expectante, como la quietud de una biblioteca antes de que el maestro comience su lección.

Los tres antiguos permanecían en la plataforma central, observándolos con una paciencia que parecía tejida con los hilos del tiempo mismo. Cuando Markethe, hablando en nombre de todos, indicó con una respetuosa inclinación de cabeza que estaban listos, la figura central, la de los ojos de ámbar fundido, comenzó a hablar. Su voz, grave y resonante, llenó la cámara, y cada palabra parecía cargada con el peso de la historia.

—Habéis venido en busca de conocimiento, hijos de la nueva era. Y el conocimiento os será otorgado. Pero para comprender el presente y el futuro que se cierne sobre vosotros, debéis primero entender el pasado lejano, un pasado que vuestro mundo ha olvidado, un tiempo de dioses, ángeles y la primera gran Sombra.

»Nosotros —dijo, y un gesto de su mano abarcó a sus dos compañeros— somos los Últimos Vigilantes de la Aurora. Vestigios de una era en la que el velo entre vuestro plano mortal y los reinos superiores era más delgado. Somos de la estirpe de los ángeles, sí, pero elegimos un camino diferente. Hace diez mil de vuestros años, un cataclismo de proporciones inimaginables fue decretado, un "Gran Reinicio" para purgar un mundo que se consideraba imperfecto. Nosotros, un pequeño grupo, nos opusimos. Creíamos en el potencial de la humanidad, en su capacidad para aprender y crecer, y consideramos aquella aniquilación una injusticia. Por este acto de desobediencia, por elegir la compasión por encima del edicto, fuimos… exiliados. Despojados de nuestro lugar en los coros celestiales, pero no caídos en la oscuridad. Atados a este mundo, condenados a observar su lento progreso, a ser sus guardianes silenciosos hasta el fin de los tiempos.

La revelación cayó sobre el grupo con la fuerza de una revelación divina. Estaban ante seres que habían presenciado la historia del mundo desde una perspectiva que ellos apenas podían concebir.

—Y Galaroz… —la pregunta escapó de los labios de Quzury antes de que pudiera contenerla, su mente de erudito conectando piezas de leyendas olvidadas—. ¿Él era uno de vosotros?

Los tres antiguos se tensaron visiblemente al oír el nombre. Una sombra de dolor profundo, tan antiguo como su exilio, cruzó los ojos de la figura de amatista.

—Galaroz era nuestro hermano —respondió, su voz teñida de una tristeza infinita—. El más brillante, el más apasionado, el que más creía en nuestra causa. Pero su pasión se convirtió en impaciencia, su sabiduría en arrogancia. Se convenció de que el simple hecho de advertir a la humanidad no era suficiente, que debíamos gobernarla, guiarla con mano de hierro para evitar que cometiera sus propios errores. Rompió su juramento con nosotros, arrancándose la reliquia que simbolizaba nuestra unidad y nuestro propósito —el antiguo señaló una cicatriz apenas visible en su propia frente, similar en forma a la que Sagga había descrito en Galaroz—. Nos abandonó. La última vez que tuvimos noticias de él, los ecos en las corrientes del destino nos susurraron que se había aliado con una oscuridad aún más antigua y poderosa, una voluntad que busca no guiar al mundo, sino rehacerlo a su imagen retorcida.

La mención de Galaroz y su traición personal hizo que la atmósfera se volviera más sombría. El grupo comprendió que la amenaza que enfrentaban tenía raíces mucho más profundas y personales de lo que habían imaginado.

Fue el tercer antiguo, el de los ojos de esmeralda, quien retomó el hilo, su voz suave pero firme, atrayendo la atención de todos.

—Pero no habéis venido a escuchar las penas de nuestro pasado, sino a comprender vuestro presente. La Lanza del Destino, el artefacto que os ha marcado, es la clave de todo.

Se volvió hacia Mizarth, quien se irguió instintivamente, como si una cuerda invisible lo hubiera tensado.

—La Lanza que portáis, joven Mizarth —dijo el antiguo de ojos amatistas, su mirada fija en el guerrero ciego con una mezcla de asombro y aprensión—, no es un arma común. Su origen es humilde, forjada por manos mortales en una era que vuestros historiadores apenas registran, una simple herramienta de guerra. Pero el destino, o quizás una Voluntad Superior que teje los hilos de la creación, la eligió para un propósito trascendental. Fue bañada en la sangre de un ser de inmensa pureza y sacrificio, en un momento crucial de la historia de vuestro mundo, un acto que la imbuyó de un poder sagrado y terrible, convirtiéndola en un faro para ciertas energías primordiales y en un catalizador para destinos que han dormido durante generaciones. Su despertar en vuestras manos… es una señal inequívoca de que los tiempos de gran cambio, y de gran peligro, se acercan una vez más. Un ciclo que creíamos lejano, casi un mito, vuelve a girar.

Un escalofrío colectivo recorrió al grupo. La forma en que el antiguo hablaba de la Lanza, con esa mezcla de reverencia y temor, les hizo comprender que el artefacto que Mizarth portaba era mucho más, y mucho más peligroso, de lo que habían llegado a imaginar.

—Las marcas que ahora portáis en vuestros pechos —continuó el antiguo de ojos esmeralda, su voz suave pero con un peso que calaba los huesos, mientras su mirada se posaba en cada uno de los cuatro: Mizarth, Alcorth, Alice y Ëadrail— son el testimonio de ese vínculo con la Lanza y con las fuerzas que ha despertado. Son ecos de poderes ancestrales, de destinos entrelazados con el tejido mismo de la creación y su inevitable deshacer. Lleváis en vosotros la semilla de un poder y una responsabilidad que, por ahora, trasciende vuestra más profunda comprensión. Son roles que el mundo ha conocido antes, en diferentes formas, en diferentes eras, siempre que el Equilibrio se ve amenazado de forma terminal: la Sombra implacable de la Guadaña que cosecha lo inevitable; el Rugido indomable de la Batalla que lo consume todo; el Susurro insidioso del Decaimiento que marchita la vida; y la Mano Firme y calculadora que Doblega Imperios a su voluntad. Estos son los arquetipos, los grandes destinos, que la Lanza ha agitado en lo más profundo de vuestras almas.




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