Año 9.595 N.E. (En paralelo con Las pruebas y revelaciones en el Valle de los Reyes)
Un manto de quietud antinatural, preñado de una tensión que se podía palpar en el aire salino, se había extendido sobre la Isla Patmus en las semanas que siguieron a la partida de la expedición hacia el Valle de los Reyes. No era la calma serena de la paz que sigue a una victoria, sino la quietud opresiva que precede a un cataclismo, el silencio expectante de un mar en calma justo antes de que el huracán desate su furia incontenible. El epicentro de esta creciente y silenciosa perturbación residía en la figura del nuevo Gran Maestro, Ron, y en su cada vez más aislada, febril y obsesiva comunión con el conocimiento ancestral del Séptimo Sello.
La biblioteca secreta, con sus estanterías que se elevaban como las costillas de una bestia colosal petrificada hacia las bóvedas sumidas en la penumbra, se había convertido en su único universo, su santuario y su celda. Allí, la Clave Sonora, aquella trompeta de oro celestial, descansaba sobre su pedestal de obsidiana, no tanto como un objeto de estudio reverente, sino como un ídolo oscuro ante el cual Ron parecía ofrecer su cordura en una vigilia interminable que desafiaba los ciclos del día y la noche. La purga de energía sagrada que había experimentado durante el violento despertar de la Lanza del Destino había sido, en efecto, un respiro, una bocanada de aire puro y fresco en una habitación que comenzaba a llenarse de un humo ponzoñoso. Por unos breves y preciosos días, la intensidad febril en sus ojos negros había disminuido, los susurros oscuros que lo acosaban parecían haberse acallado, y una sombra de su antiguo yo –el líder reflexivo, el amigo preocupado– había regresado, permitiendo que la misión de los cuatro jóvenes hacia el Valle de los Reyes se aprobara con una mezcla de temor reverencial y una desesperada esperanza.
Pero la tregua había sido dolorosamente efímera. Como una enfermedad insidiosa que entra en remisión solo para regresar con una virulencia renovada y más astuta, la influencia oscura que emanaba de su interacción con la Clave Sonora y los textos prohibidos había vuelto a aferrarse a su alma. Los susurros, antes acallados por la luz de la Lanza, regresaron, esta vez más sutiles, más insidiosos, jugando no tanto con su ambición de poder, sino con sus miedos más profundos y sus deseos más nobles. Se disfrazaban de responsabilidad, de la carga del liderazgo.
"Solo tú puedes protegerlos, Ron", siseaban en los recovecos de su mente mientras contemplaba la Clave Sonora durante horas, su superficie dorada reflejando su rostro cada vez más demacrado. "Los demás son débiles, temerosos. No comprenden la magnitud del sacrificio necesario. Necesitas más poder, más control, para ser el escudo impenetrable que la Hermandad necesita contra la oscuridad que se avecina."
Y Ron, en su creciente aislamiento, comenzaba a creerles. Su lucha interna, sin embargo, era feroz, y tenía inesperados anclajes en el mundo real que luchaban por mantenerlo a flote: sus propios hijos. Ikuel y Citlali, quienes habían permanecido en Patmos, se habían convertido en los canarios en su mina de carbón personal. Su presencia era a la vez su consuelo y su tormento.
Citlali, con su asombrosa dualidad, capaz de tejer la luz y la sombra con la misma facilidad con la que otros respiraban, a menudo lo buscaba, encontrándolo en los pasillos oscuros cerca de la biblioteca.
—Padre —decía con una suavidad que desmentía la fuerza en su interior—, has estado encerrado demasiado tiempo. La luz del sol también es una fuente de poder. Ven, camina conmigo por los jardines. Los iniciados preguntan por ti.
Cuando estaba con ella, Ron sentía un alivio inexplicable. La luz que Citlali podía invocar, un resplandor puro y cálido, parecía calmar la energía caótica que a menudo crepitaba bajo su piel, silenciando los susurros por un momento. En esos instantes, él era su padre de nuevo, capaz de sonreír, de preguntar por sus entrenamientos, de sentir el orgullo hinchar su pecho. Pero tan pronto como ella se marchaba, la oscuridad regresaba, y los susurros le advertían que incluso la luz más pura podía ser una distracción, una debilidad que sus enemigos podrían explotar.
Ikuel, por su parte, con su porte de príncipe guerrero que tanto recordaba a su abuelo Arthoriuz y su dominio de la electricidad, intentaba llegar a su padre a través de la lógica y el deber.
—Padre, los sistemas de defensa perimetral necesitan tu autorización para una actualización crítica. El Maestro Miachyv dejó protocolos muy claros antes de partir —le dijo un día, interceptándolo en la entrada de la biblioteca.
Ron lo miró, y por un instante, su rostro se suavizó al ver el reflejo de su propio padre en su hijo. Pero la influencia del Sello distorsionó el momento.
—Los protocolos de Miachyv son obsoletos —replicó Ron, su voz adquiriendo un filo metálico—. Se basan en una estrategia defensiva. Yo estoy desarrollando una ofensiva. El poder del Sello me ha mostrado cómo podemos proyectar nuestra energía, crear un escudo activo que no solo repela, sino que aniquile a cualquiera que se acerque a nuestras costas sin permiso.
—Pero, padre, eso es… increíblemente peligroso —argumentó Ikuel, alarmado—. Requeriría una cantidad de energía que podría desestabilizar el núcleo de la isla. Sería un acto de agresión, no de defensa. Va en contra de todo lo que la Hermandad representa.
—¡La Hermandad debe evolucionar para sobrevivir! —exclamó Ron, y una chispa de fuego verde danzó peligrosamente en sus ojos—. ¡Tú, con tu poder, deberías entenderlo! ¡La energía no está para ser contenida, sino para ser desatada!
La energía crepitante que emanaba de Ron hizo que el propio poder eléctrico de Ikuel reaccionara, una estática protectora formándose a su alrededor. El choque de sus auras pareció causar un dolor físico a Ron, quien se llevó una mano a la sien y retrocedió un paso, una mueca de agonía en su rostro.
—Vete, Ikuel. Ahora —ordenó con voz ahogada—. Necesito… pensar.