El Sello: La Rebelión De Los Caídos

Capítulo 17: El Regreso y la Esperanza Quebrada

Año 9.595 N.E. (Tras la conclusión de las revelaciones en el Valle de los Reyes)

Un portal se abrió en el centro del patio de armas superior del castillo de la Hermandad, no con la violencia de un desgarro en la realidad, sino con la elegancia silenciosa de una cortina de luz dorada descorriéndose sobre el mundo. A través de él, se podía ver el cielo de un azul intenso y el brillo del mar de la Isla Patmus, una visión tan familiar y profundamente reconfortante que arrancó suspiros de alivio del exhausto grupo de viajeros. Los antiguos, aquellas figuras de una sabiduría y un poder que desafiaban la comprensión, les habían concedido un pasaje directo, un atajo a través del tiempo y el espacio.

—Vuestro tiempo es precioso, y el camino que tenéis por delante es arduo —había dicho el antiguo de ojos ambarinos, su voz resonando con una urgencia que no habían sentido antes en él—. Las revelaciones que habéis recibido aquí son solo el primer paso de un largo y peligroso viaje. Debéis regresar, compartir este conocimiento y prepararos para la búsqueda de las reliquias. Y debéis tener un cuidado infinito. La perturbación que sentimos en vuestro hogar… ha crecido de forma alarmante en vuestra ausencia.

Con esa ominosa advertencia resonando en sus oídos, el grupo, liderado por un Markethe de rostro grave y preocupado, cruzó el umbral uno por uno. La transición fue instantánea. El aire frío y antiguo del santuario fue reemplazado por la cálida y salobre brisa de Patmus. La luz del sol, tras días de penumbra subterránea o cielos perpetuamente grises, fue tan intensa que los obligó a entrecerrar los ojos, un gesto casi doloroso pero bienvenido. Se encontraron en el mismo patio de armas desde el que habían partido semanas atrás. Pero algo, de inmediato, se sentía terriblemente, fundamentalmente, mal.

La atmósfera de la Hermandad, que siempre había sido de actividad ordenada y una camaradería robusta, ahora estaba cargada de un silencio tenso y vigilante. Los guardias apostados en las murallas, cuyos rostros conocían bien, no los saludaron con las bromas o los asentimientos familiares de antes, sino con miradas recelosas y una rigidez marcial que era nueva y profundamente desconcertante. Los iniciados que se entrenaban en los niveles inferiores se movían con una dureza mecánica, sus movimientos desprovistos de la pasión y el espíritu de superación que siempre habían sido el orgullo de la Hermandad. Parecían más autómatas ejecutando un programa que guerreros forjando su espíritu.

—¿Qué diablos ha pasado aquí? —murmuró Arnolf, su mano yendo instintivamente a la empuñadura de su hacha—. Esto no se siente como nuestro hogar. Se siente como un cuartel bajo ocupación.

—La energía… está viciada —dijo Mizarth en voz baja, su cabeza girando lentamente como si intentara localizar la fuente de un olor nauseabundo que solo él podía percibir—. Hay una capa de… opresión. De miedo. Es sutil, pero está por todas partes, como un veneno en el aire.

El grupo avanzó con una creciente sensación de aprensión hacia el salón principal del castillo. Fueron recibidos por Valkano, y el alivio inicial de verlo se desvaneció al contemplar su aspecto. El normalmente jovial y enérgico biocaster de electricidad parecía haber envejecido una década en las pocas semanas que habían estado fuera. Había nuevas y profundas líneas de tensión alrededor de sus ojos, y su sonrisa, cuando intentó esbozar una para darles la bienvenida, fue una mueca cansada, frágil y cargada de una tristeza infinita.

—¡Markethe! ¡Por todos los dioses, habéis vuelto! —exclamó, abrazando a su amigo con una fuerza que hablaba de una desesperación contenida durante mucho tiempo—. No tienen idea de cuánto los hemos necesitado.

Justo en ese momento, una conmoción en el otro extremo del salón anunció la llegada de más personas. Ikuel y Citlali, los hijos de Ron que habían permanecido en la isla, se abrieron paso entre los guardias, sus rostros una mezcla de alivio al ver a sus hermanas y amigos, y de una profunda angustia que no podían ocultar.

—¡Valend! ¡Tina! ¡Lys! —exclamó Citlali, abrazando a sus hermanas con una fuerza desesperada—. Teníamos tanto miedo por ustedes.

Ikuel se acercó a Valkano y a Markethe, su joven rostro endurecido por la preocupación. —Es bueno tenerlos de vuelta. La situación con mi padre… es grave. Se encierra durante días, y cuando sale, es como hablar con un extraño. Frío, distante, obsesionado. Citlali y yo hemos intentado mantenerlo anclado, y a veces, por un momento, parece que lo logramos… pero la sombra siempre vuelve a caer sobre él.

Mientras hablaban, otra figura apareció, caminando lentamente, apoyada en un bastón y en el brazo de una Ameda Patmus cuyo rostro, aunque lleno de preocupación, también mostraba una nueva y firme resolución.

Era Lord Nor. Su recuperación era asombrosa, casi milagrosa, pero aún se movía con la fragilidad de quien ha estado en el umbral de la muerte y ha regresado. Sus ojos, sin embargo, estaban tan agudos y penetrantes como siempre. Su mirada recorrió al grupo recién llegado, deteniéndose con una emoción contenida en sus dos hijos.

—Mizarth… Alcorth…

Alcorth, el "mastodonte", el guerrero pragmático que rara vez mostraba sus emociones, sintió un nudo apretarse en su garganta. Ver a su padre de pie, consciente, después de tantos meses de temer lo peor, fue un impacto más fuerte que cualquier golpe que hubiera recibido en batalla. Dio un paso adelante, luego otro, y antes de que pudiera pensar, había envuelto a su padre en un abrazo cuidadoso pero inmensamente poderoso, enterrando su rostro en el hombro del anciano guerrero, su enorme cuerpo sacudido por un sollozo ahogado que no pudo reprimir.

—Padre… estás… estás aquí —murmuró, su voz rota.

Mizarth, guiado por el sonido, se acercó y colocó una mano sobre el brazo de su padre. No dijo nada, pero el temblor de su mano y la rara humedad que brillaba bajo su venda lo decían todo.




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