Año 9.595 N.E.
El Salón del Sello, que durante semanas había sido la celda solitaria y el oscuro santuario de Ron, se transformó en un hervidero de actividad solemne y esperanzada. Las antorchas en los muros de piedra ancestral fueron encendidas, arrojando una luz cálida y danzante sobre los glifos y tapices que narraban la larga y secreta historia de la Hermandad Adelfuns. El aire, antes cargado de una energía opresiva y paranoica, ahora vibraba con una nueva frecuencia, una mezcla de poder sagrado emanado de la Lanza del Destino y una determinación colectiva que unía a todos los presentes en un único y desesperado propósito: salvar a su Gran Maestro.
En el centro de la vasta sala circular, bajo el gran emblema de la Hermandad tallado en el techo abovedado, Miachyv y Quzury trazaban con precisión un complejo círculo de contención en el suelo, usando una mezcla de sal consagrada y polvo de grafeno que brillaba con una tenue luz azulada. Los antiguos, aquellas figuras de una edad y un poder insondables, supervisaban el proceso, sus rostros encapuchados moviéndose lentamente, susurrando ocasionales correcciones en una lengua que sonaba como el roce de las estrellas.
Ron se encontraba en el centro del círculo, de pie, con los ojos cerrados. Había accedido voluntariamente, su rostro una máscara de agotamiento pero también de una determinación tranquila. La purificación parcial que había experimentado al regresar el grupo le había devuelto la suficiente claridad como para reconocer el veneno que se había aferrado a su alma, y ahora estaba dispuesto a someterse a cualquier ordalía para arrancarlo de raíz. A su alrededor, formando un segundo círculo concéntrico justo fuera de las líneas de grafeno, se encontraban sus cinco hijos. Eran el ancla emocional y energética del ritual. Valend, con su arco a la espalda y una expresión de intensa concentración; Ikuel, con sus manos crepitando suavemente con chispas de electricidad controlada; Citlali, una figura de calma dual, con auras casi imperceptibles de luz y sombra danzando a su alrededor; Tina, con el calor latente de su poder de fuego contenido en su interior; y Lys, cuya afinidad con el agua parecía traer una sensación de serenidad al tenso ambiente. Verlos a todos allí, unidos por él, le causaba a Ron una oleada de amor y culpa tan intensa que casi lo hizo flaquear.
Mizarth se posicionó frente a Ron, justo en el borde del círculo, sosteniendo la Lanza del Destino con ambas manos. El artefacto completo pulsaba con una luz blanca y dorada, una energía pura y estable que contrastaba violentamente con las esporádicas y enfermizas chispas de fuego verde que aún parecían brotar del suelo alrededor de Ron, como las últimas convulsiones de la corrupción.
Markethe, Valkano, Alcorth, Ëadrail, Alice, Lord Nor y el Gran Maestro emérito formaban un círculo exterior, sus rostros una mezcla de esperanza, temor y una vigilancia inquebrantable, listos para intervenir si algo salía mal.
—El ritual comenzará ahora —anunció el antiguo de ojos ambarinos, su voz resonando en el silencio expectante—. Mizarth, portador, canaliza la esencia de la Lanza. No con fuerza, sino con intención. Conviértete en el conducto de su luz purificadora. Ron, hijo de Arthoriuz, no luches contra la luz. Ábrete a ella. Deja que limpie las sombras que se han aferrado a ti. Hijos de Ron, extended vuestra energía, vuestro amor. Sed el faro que guíe a vuestro padre de vuelta a la orilla.
Mizarth respiró hondo, y aunque sus ojos físicos no veían nada, su percepción interna se centró en la energía cálida y vibrante de la Lanza. La sintió responder a su voluntad, la luz dorada intensificándose, proyectándose en un haz concentrado hacia Ron. Al mismo tiempo, los cinco hijos extendieron sus manos, y corrientes de sus respectivas energías –el aire de Valend, la electricidad de Ikuel, la luz/sombra de Citlali, el fuego de Tina, el agua de Lys– comenzaron a fluir hacia su padre, no como ataques, sino como ofrendas, tejiendo una red de apoyo a su alrededor.
Al principio, el ritual pareció funcionar. El haz de luz de la Lanza envolvió a Ron, y las chispas de fuego verde comenzaron a extinguirse con un siseo, como agua sobre brasas. Un suspiro de alivio recorrió a los observadores. El rostro de Ron, antes tenso y atormentado, comenzó a relajarse, una expresión de paz dibujándose en él por primera vez en semanas. La red de energía de sus hijos pareció estabilizarlo, creando una cuna protectora a su alrededor.
Pero la corrupción que lo había infectado, aquel eco oscuro de la réplica de Odrac, era mucho más astuta y virulenta de lo que los antiguos habían anticipado. No era una simple mancha en su alma; era un parásito inteligente que se había entretejido con su propio poder, con su misma esencia. Y ahora, acorralado por la luz purificadora de la Lanza, hizo lo único que podía hacer para sobrevivir: contraatacar de la forma más devastadora posible.
En lugar de ser expulsada, la energía oscura se replegó hacia el interior de Ron, hacia su núcleo de poder, y lo detonó desde dentro.
Ocurrió en una fracción de segundo.
La expresión de paz en el rostro de Ron se transformó en una máscara de horror y sorpresa. Sus ojos se abrieron de par en par, pero ya no eran los ojos de un hombre, ni siquiera los de un ser corrompido. Eran dos pozos de pura energía verde, vacíos de toda humanidad. Un grito, no de dolor, sino de poder primordial y furia desatada, brotó de su garganta, un sonido que no era de este mundo, que pareció agrietar la piedra misma del salón.
El círculo de contención de grafeno y sal estalló hacia afuera en una onda de choque de pura fuerza. Mizarth fue lanzado hacia atrás como un muñeco de trapo, la Lanza arrancada de sus manos, y golpeó contra la pared del fondo con un ruido sordo y espantoso. Los hijos de Ron, cuya energía estaba directamente conectada a él, recibieron la peor parte del contragolpe. Fueron arrojados en todas direcciones, sus cuerpos pequeños e indefensos contra la magnitud de la explosión, sus gritos de sorpresa y dolor ahogados por el rugido ensordecedor de su propio padre.