Año 9.595 N.E. (Días después del Concilio de Guerra)
La noche era un manto de tinta sin estrellas, una oscuridad opresiva que parecía tragarse la luz de la luna antes de que pudiera tocar las olas embravecidas del Mar del Sur. A bordo de la Cóndor, el silencio era casi tan denso como la negrura del exterior. La nave, reparada apresuradamente con los recursos de la Hermandad y la avanzada tecnología de Cawdor que Aedius Vaisman había traído consigo, volaba a una altitud peligrosamente baja, sus sistemas de sigilo de grafeno forzados al máximo para evitar la detección. Su objetivo: la Isla de Odrac, una mancha de corrupción en el corazón del océano, la fortaleza de un mal que amenazaba con devorar el mundo.
El equipo de asalto, un conglomerado de guerreros veteranos, jóvenes con poderes emergentes y leyendas vivientes, se preparaba en la bodega de carga. El aire vibraba con una mezcla de adrenalina, determinación y un miedo gélido que ninguno se atrevía a expresar. Markethe, ahora actuando como comandante táctico en el campo, repasaba por última vez los detalles del plan de infiltración con Aedius y Lord Nor en la cabina. Sagga, de pie entre los guerreros, ofrecía consejos concisos y correcciones de postura, su presencia una fuente de calma y experiencia en medio de la tormenta que se avecinaba.
Los cuatro "marcados" eran el núcleo de la operación. Alcorth, imponente en su armadura de batalla, revisaba el filo de su enorme espada montante con una calma que desmentía la furia escarlata que a veces amenazaba con desbordar sus ojos rojo oscuro. Mizarth, con la Lanza del Destino ahora completamente ensamblada en sus manos, permanecía en un estado de profunda meditación, su mente extendiéndose más allá de las paredes de la nave, sintiendo la energía corrupta de la isla que se acercaba, un pulso nauseabundo y maligno. Alice ajustaba los viales en su cinturón y calibraba los guanteletes que la ayudaban a canalizar su poder eléctrico, su rostro pálido pero resuelto. Y Ëadrail, con su arco en la espalda y sus espadas gemelas en las caderas, observaba a los demás con su habitual e indescifrable intensidad, su mente un torbellino de estrategias y contramedidas.
Junto a ellos, el resto del equipo se preparaba. Los hijos de Ron –Valend, Ikuel, Citlali, Tina y Lys– formaban una unidad compacta, su dolor por la pérdida de su padre transformado en una determinación feroz. Valkano, con su brazo ahora libre del soporte sónico pero aún sensible, hacía crepitar pequeñas chispas eléctricas entre sus dedos, su habitual humor reemplazado por una seriedad mortal. Quzury, Arnolf y Farani, aunque no completamente recuperados, se erguían listos para el combate, su lealtad a la Hermandad y a sus amigos superando cualquier dolor físico.
—Nos acercamos al perímetro de la barrera —anunció la voz tranquila de Miachyv desde la cabina, su tono desprovisto de emoción, pero todos sintieron la tensión subyacente.
En la pantalla holográfica principal, una imagen satelital térmica mostraba la isla: una masa oscura rodeada por una cúpula de energía púrpura y negra que la hacía invisible a la mayoría de los sensores convencionales. Era una herida en el mundo, un quiste de poder demoníaco.
—Mizarth, es tu turno —dijo Markethe por el comunicador interno—. El plan depende de ti ahora. Debes abrir una brecha, aunque sea por unos segundos.
Mizarth asintió, aunque nadie salvo Alcorth, que estaba a su lado, pudo verlo. Se puso en pie, la Lanza del Destino en sus manos comenzando a brillar con una luz blanca y dorada. Se concentró, no en la isla física, sino en la red de energía corrupta que la envolvía, una construcción de magia oscura y tecnología perversa. Podía "verla" con su percepción interna, una jaula de hilos de energía negra y púrpura. Buscó un punto débil, un nexo donde las líneas de fuerza fueran más delgadas.
—Lo tengo —susurró.
Con un grito que resonó más en el alma que en los oídos, hundió la punta de la Lanza en el aire frente a él. No hubo una explosión, sino un sonido como el de un cristal gigante resquebrajándose. Un haz de luz pura brotó de la Lanza, impactando contra la barrera invisible a kilómetros de distancia. Por un instante, la cúpula oscura parpadeó, y una pequeña sección, apenas del tamaño de la Cóndor, se volvió transparente y fluctuante, como agua hirviendo.
—¡Ahora, Markethe, ahora! —gritó Alcorth por el comunicador.
Markethe no necesitó que se lo dijeran dos veces. Impulsó la nave hacia adelante con una velocidad vertiginosa, atravesando la brecha momentánea justo cuando esta comenzaba a cerrarse tras ellos con un estruendo sónico que sacudió la nave. Estaban dentro.
Lo que vieron a través de los visores blindados era un paisaje de pesadilla. La isla, que desde lejos parecía una masa oscura, era en realidad un infierno industrial y orgánico. Torres de metal retorcido, cubiertas de una sustancia carnosa y pulsante, se alzaban hacia un cielo permanentemente nublado e iluminado por el resplandor de fuegos antinaturales. Ríos de un lodo negruzco y burbujeante corrían por canales excavados en la tierra muerta. Y por todas partes, había movimiento: hordas de demonios menores, criaturas con formas grotescas y distorsionadas, patrullaban las calles y las murallas, mientras que figuras humanoides, los humanos corrompidos por el poder del Sello falso, trabajaban como esclavos o marchaban en formaciones disciplinadas, sus ojos vacíos brillando con una luz maligna. En el centro de la isla, dominando todo el paisaje, se alzaba el palacio de Odrac, una fortaleza imponente y siniestra, una aguja de basalto negro y metal rojo que parecía un dedo acusador apuntando a un cielo que había abandonado a aquel lugar.
—El plan sigue en pie —dijo la voz de Markethe, firme y clara, devolviendo a todos a la realidad—. El equipo de asalto principal, los cuatro marcados, se dirigirán directamente al palacio. Su objetivo es único: encontrar y destruir la réplica del Sello. Nosotros, el equipo de apoyo, crearemos una distracción masiva en el sector industrial al oeste para atraer a la mayor parte de sus fuerzas. Aedius, tus soldados de Cawdor y mis guerreros de la Hermandad asegurarán la zona de aterrizaje y establecerán un perímetro.
La rampa de popa de la Cóndor descendió. —Que el destino nos sea favorable —añadió Markethe—. Por la Hermandad.
—¡Por Ron! —gritó Valend, su voz llena de dolor y fuego.
—¡Por Arthoriuz! —rugió Alcorth.
Con esos gritos de guerra resonando en sus oídos, los cuatro saltaron de la nave, sus botas de asalto absorbiendo el impacto contra el suelo rocoso y contaminado. La Cóndor ascendió de nuevo, virando bruscamente hacia el oeste para comenzar su ataque de distracción. Explosiones y gritos no tardaron en resonar en la distancia.
El cuarteto quedó solo en el silencio opresivo, el hedor a azufre y descomposición llenando sus pulmones.
—Hacia el palacio —dijo Alcorth, su voz un gruñido bajo, y comenzaron a moverse, utilizando las sombras de las grotescas estructuras para ocultar su avance.