El Sello: La Rebelión De Los Caídos

Capítulo 24: Tregua Inestable y la Amenaza Final

Año 9.595 N.E.

El eco de la memoria cósmica se desvaneció, devolviendo a los cuatro Jinetes a la cruda y helada realidad de la isla de Odrac. Cayeron de rodillas, no por debilidad física, sino por el peso aplastante de una identidad reencontrada. El mundo a su alrededor, antes un simple campo de batalla, ahora se percibía con una claridad dolorosa y una profundidad aterradora. Eran Alcorth, Mizarth, Alice y Ëadrail, sí, pero también eran Ragnar, Than, Mara y Brennus. Las dos existencias, la mortal y la eterna, se arremolinaban en sus mentes como dos océanos en conflicto, amenazando con ahogarlos.

Alcorth se agarraba la cabeza, un gruñido bajo escapando de sus labios. La furia primigenia de Ragnar, su rencor milenario hacia Miguel, ahora tenía un contexto, una justificación que ardía en sus venas junto a su propia sangre Patmus. Mizarth permanecía inmóvil, la Lanza del Destino a su lado, su luz ahora más tenue, como si compartiera su agotamiento. En su mente, la silenciosa aceptación de Than se mezclaba con su propia y recién descubierta determinación de proteger a sus amigos, una paradoja viviente. Alice temblaba, no de frío, sino por el recuerdo del poder de Mara, la capacidad de desatar y contener plagas, un poder que ahora entendía como parte intrínseca de su ser. Y Ëadrail, con el rostro impasible pero sus ojos grises tormentosos, lidiaba con el legado dual de Brennus: la soledad de ser hijo de la traición y la carga de un poder de conquista tan absoluto como sutil.

Frente a ellos, los Siete Arcángeles ya no eran una falange de jueces divinos, sino un grupo de seres poderosos enfrentados a una revelación que sacudía los cimientos de su entendimiento. El asombro en sus rostros de luz era palpable. Miguel, el más afectado, miraba a los cuatro, especialmente a Alcorth y Mizarth, con una expresión que era una tormenta de emociones conflictivas: reconocimiento, temor, culpa y una antigua y dolorosa familiaridad.

—Son ellos… —murmuró Rafael, el arcángel sanador de luz verde, su voz mental llena de una incredulidad reverente—. El ciclo… realmente ha vuelto a comenzar.

—El Pacto del Creador —añadió Gabriel, el sabio de luz dorada, su habitual serenidad reemplazada por un profundo asombro—. Nos lo advirtió. Que reencarnarían, que su despertar sería la señal.

Fue Miguel quien rompió el silencio tenso, su voz mental, aunque todavía resonando con poder, ahora teñida de una gravedad y una incertidumbre que antes no poseía.

—No sé cómo han vuelto a este plano con sus memorias intactas, ni cuál es su propósito final en esta era. Pero sé que no pueden interferir de esta manera. Su poder desatado es un peligro para el orden de la Creación. El Pacto los destinó a ser un recurso del fin de los tiempos, no un ejército privado para las guerras de los hombres. Deberían estar sellados, dormidos, hasta que llegue el momento decretado.

Alcorth, impulsado por el rencor de Ragnar, se puso lentamente en pie, sus ojos escarlata fijos en Miguel con una acusación milenaria.

—¡No sabes nada, Miguel! —su voz era una mezcla de la suya y un eco más profundo, más antiguo—. ¡No sabes quiénes somos ahora, ni lo que pretendemos! Pero te lo diré: somos los que corregirán los errores de otros. Somos los que detendrán la oscuridad que tú, en tu clemencia equivocada, permitiste que se extendiera. ¡Somos los Jinetes, sí, pero ya no somos tus peones ni los del Cielo! ¡Y tú… tú eres el mismo arcángel que nos traicionó con su debilidad!

Miguel y Alcorth se miraron con un odio y un rencor que trascendía el tiempo, y sus auras de poder, una roja y terrenal, la otra azul y celestial, comenzaron a crepitar, amenazando con reanudar la batalla. Los demás arcángeles y los otros tres Jinetes se tensaron, preparándose para una confrontación que podría desgarrar la isla.

Pero antes de que pudiera estallar una nueva pelea, una voz rasposa y familiar, aunque cargada de una sabiduría que pocos conocían, se hizo escuchar, no en el aire, sino en la mente de todos los presentes con una claridad y una fuerza sorprendentes.
—¡Suficiente! ¡Deténganse, ambos bandos!

Todos se giraron para ver a Sagga, el maestro de maestros, de pie entre los dos grupos. Había llegado con el resto de la fuerza de la Hermandad que ahora contenía a las hordas demoníacas en la distancia, y había avanzado sin ser visto durante la confrontación. Su presencia física, aunque la de un simple mortal en comparación con los seres que lo rodeaban, irradiaba una autoridad y una calma que impuso una pausa inmediata.

—Por favor, no peleen más —dijo, esta vez en voz alta, su mirada pasando de Miguel a Alcorth con una reprimenda paternal—. No es el momento, ni el lugar. ¿Acaso no lo ven? Todos tenemos un objetivo común, y es detener a Odrac, ese demonio blasfemo que posee una réplica del Séptimo Sello y que, mientras ustedes discuten sobre antiguos rencores, amenaza con destruir el mundo que ambos bandos juran proteger.

Sagga miró directamente a los arcángeles, su expresión una mezcla de un profundo respeto y una audacia inquebrantable. Luego se volvió hacia los Jinetes, su mirada suavizándose con una comprensión que solo un maestro puede tener.

—Yo soy Sagga —dijo, y su voz pareció adquirir un peso ancestral—. El maestro que los entrenó en esta vida, y el mensajero a quien los antiguos confiaron la verdad sobre sus vidas pasadas. Y les pido que me escuchen, y que crean en mi palabra. Jinetes —se dirigió a los cuatro, usando el título por primera vez con total naturalidad—, su furia es justa, pero su enemigo no es el Cielo. Y ustedes, nobles Arcángeles, su deber es el equilibrio, pero su miedo los está cegando. Estos cuatro no son sus enemigos, sino sus aliados más improbables y poderosos. Son ellos los únicos que pueden destruir el Séptimo Sello falso y evitar el fin prematuro de esta era. Son ellos quienes portan la Lanza del Destino y la marca del Pacto del Creador. Son aquellos a quienes Dios mismo ha escogido, y a quienes, por ahora, todos debemos seguir.
Sagga señaló con su bastón a Mizarth, que aún estaba de rodillas, la Lanza clavada en el suelo a su lado, su rostro oculto en la sombra de su capucha. —Él es el portador de la Lanza. Él es Than reencarnado. Él es Muerte. Y como tal, es el único que puede blandir el arma capaz de "matar" un artefacto de poder oscuro como el Sello falso.




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