El Sello: La Rebelión De Los Caídos

Capítulo 25: La Llave Rota y el Corazón del Mundo

Año 9.595 N.E. (En el corazón del palacio de Odrac)

El gran salón del trono de Odrac se convirtió en un infierno de poder desatado, un crisol donde voluntades milenarias chocaban con una furia que hacía temblar la misma estructura de la fortaleza. No era simplemente una batalla; era la catarsis de eras de conflicto, el eco de una guerra celestial librada ahora en los corazones de cuatro almas mortales que acababan de recordar su terrible y grandioso destino. La atmósfera crepitaba, no solo con energía, sino con una emoción cruda, pura y abrumadora.

La batalla se fragmentó instantáneamente en duelos que eran mucho más que simples enfrentamientos. Eran ajustes de cuentas, diálogos escritos con acero y poder arcano.

Alcorth, o más bien, la furia de Ragnar vistiendo la carne de Alcorth, se lanzó contra Verch. Cada uno de sus pasos era un terremoto en miniatura, cada rugido una promesa de aniquilación. Su enorme espada montante, ahora envuelta en un aura de energía terrenal rojiza, ya no era solo un arma, sino una extensión de su voluntad de aplastar, de romper, de hacer pagar al ser que, con su traición y su orgullo, había iniciado todo el dolor.

—¡VERCH! —su grito no era el de un hombre, sino el de una era de agravios—. ¡Tuviste tu oportunidad en el trono de la luz y lo manchaste con ambición! ¡Yo vi caer a mis hermanos por tu soberbia!
Verch, el Lucero Caído, se encontró con él con una sonrisa de puro desdén, su propia espada de llamas oscuras danzando con una gracia perversa. —Pequeño Ragnar, siempre tan emocional. Tu furia es un martillo sin artesano. ¿Aún lloras por los peones que cayeron? Yo te ofrecí la verdadera libertad, el poder de ser un dios, y elegiste la lealtad a un orden decrépito.

El acero chocó contra el fuego oscuro, y la explosión resultante lanzó esquirlas de obsidiana en todas direcciones. Alcorth no sentía el dolor de los cortes superficiales. Solo sentía el ardor de un rencor que había esperado diez mil años para ser liberado. La marca en su pecho era un horno, bombeando una fuerza y una resistencia inhumanas a sus músculos, permitiéndole resistir golpes que habrían pulverizado el acero común.

Al otro lado del salón, Alice, como Mara, se enfrentaba a la reina demonio Lilith en una danza mortal de agilidad y poder arcano. El látigo de plasma amarillo de Alice restallaba en el aire, cada chasquido un eco de la enfermedad y el decaimiento que ahora entendía como su don y su maldición. Pero ya no lo temía. Lo abrazaba.

—Pobre niña, atrapada en un destino de podredumbre —se burló Lilith, su propia belleza una máscara sobre un vacío de crueldad, mientras esquivaba un latigazo que dejó un surco humeante en el suelo—. Siempre fuiste la más frágil de los cuatro, la que lloraba por las flores marchitas.

—¡Y tú siempre fuiste la que las envenenaba! —replicó Alice, y la furia en su voz era fría, precisa. Desató una oleada de su poder de "peste". No era una enfermedad visible, sino algo mucho más íntimo y terrible. Era la sensación de que el aire en los pulmones de Lilith se volvía rancio, que la fuerza en sus músculos se convertía en una fatiga plomiza, que la misma energía que la animaba comenzaba a volverse en su contra, a corromperse desde dentro. Por primera vez en eones, Lilith sintió una pizca de miedo, la sensación antinatural de su propia vitalidad siendo cuestionada.

Ëadrail, como Brennus, se encontraba en un juego mortal de ajedrez contra dos oponentes: el corrompido Legión y el antiguo traidor, Galaroz. Era una batalla de estrategia y engaño. Legión, una bestia de poder lumínico pervertido, se lanzaba una y otra vez, sus garras de luz buscando desgarrar a Ëadrail, mientras Galaroz, desde la distancia, tejía hechizos arcanos que deformaban la percepción, creando reflejos ilusorios, alterando la gravedad, intentando atrapar a Ëadrail en una jaula de lógica rota.

—¿Ves, Brennus? —la voz de Galaroz era suave, seductora, la misma voz que debió usar para tentar a Zalazar—. La fuerza individual es una ilusión. El verdadero poder reside en la alianza correcta, en la sumisión a una voluntad superior. Una lección que nunca aprendiste, atrapado como estabas entre tu padre y tu desprecio por él.

Ëadrail no respondió con palabras. Su poder de Conquista, la esencia de Brennus, no se basaba en la confrontación directa. Con un movimiento casi imperceptible, la marca de la corona rota en su frente pareció brillar bajo su piel. No creó oscuridad; simplemente, la impuso. La luz de Legión parpadeó y se extinguió como una vela en un huracán. Los hechizos de Galaroz se deshicieron en el aire antes de alcanzarlo. No estaba luchando contra ellos; estaba negando su derecho a luchar. Estaba conquistando su poder, dejándolos desnudos y vulnerables en su propia rabia impotente.

Y en el centro de todo, como el ojo de la tormenta, Mizarth, como Than, se enfrentaba a Odrac. Era el duelo por la llave del destino, el choque entre el poder sobre la vida y la finalidad de la muerte. La Lanza del Destino en manos de Mizarth era un faro de luz sagrada, su energía pura un anatema para la corrupción que lo rodeaba. Odrac, por su parte, blandía su cetro coronado por la abominable réplica del Séptimo Sello, que pulsaba con una oscuridad hambrienta, prometiendo un poder que no era suyo.

—¡Esta es tu última oportunidad, Jinete! —gritó Odrac, desatando una oleada de energía corruptora que se sentía como un millón de gusanos arrastrándose sobre el alma—. ¡Arrodíllate ante el verdadero poder del Sello!

—Tú no blandes poder —respondió Mizarth, su voz tranquila resonando con la finalidad de una sentencia de muerte, su percepción interna fija no en el cuerpo de Odrac, sino en el alma retorcida que lo animaba—. Solo blandes un eco, una mentira. Y las mentiras se quiebran ante la verdad.

Mizarth se movió, y en ese instante, el tiempo pareció detenerse para él. Con su percepción extrasensorial, veía el alma de Odrac, una mancha grotesca de ambición y miedo, y la hebra vital que lo conectaba con su Sello falso. Cada estocada de la Lanza no buscaba la carne, sino esa conexión profana.
Pero entonces, con un grito de pura frustración, Odrac desató todo el poder de la Llave Rota.




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