El Siervo de los Faroles/vol Ii: Sangre en la Arena

Prólogo: Juramentos sobre el Mármol

Aposentos de la Phaeron,
Sala de Mapas.
Dos horas después de la conversación con Hugo.

La puerta quedó asegurada por dentro con el cerrojo de bronce. Nephertary no pidió guardia, ya no lo necesitaba. Encendió tres lámparas de aceite y corrió un paño sobre la mesa de mármol para despejarla de polvo y migas de pergamino. La Sala de Mapas no era un salón de ceremonia. Era, en si, tableros con bisagras, varillas de medir, cordeles con nudos, pesas de plomo, compases con puntas gastadas y planchas enceradas, que ocupaban las repisas; en la pared oriental, los lienzos topográficos enrollados con cuerdas de cáñamo; en la occidental, una tabla de cuentas con hileras negras y rojas que se desplazaban con la uña. Colocó en el centro el mapa general del corredor fluvial y sujetó sus cuatro esquinas con pesos. Luego se sentó. No buscó compañía ni consuelo. Buscó orden. Repasó, sin hablar, la conversación con Kharu. La idea central no tenía filigrana. el Imperio que avanzaba sobre su Nación—Larsus— no se imponía únicamente por el filo; imponía por su forma. Kharu le había explicado con ese modo sobrio que tiene el soldado cuando entiende que la discusión no es de bravura, sino de estructura, y lo bien ejemplificado con un imperio semejante, uno que se había formado en el mundo de donde él procedía: Roma.

Roma —segun lo que había entendido,— conquistaba con espada, sí, pero se sostenía con cuatro resortes que acababan siendo más fuertes que una legión: ley, censo, tributo y obra pública. Nephertary apoyó las falanges sobre el borde frío del mármol y aceptó la premisa sin rodeos: Larsus ya operaba así. El primer impulso fue medir cuánto de ese mecanismo había entrado ya por las grietas. Hizo una marca en la cera: “ley”. Otra: “censo”. Otra: “tributo” y Otra: “obra”. No las convirtió en columnas ni en lista. Las miró como se mira un puente: en conjunto. Ley: para tratados “claros” con las diversas facciones de toda Zerair, interpretados después por sus propios oficios. Censo: emisarios que preguntaran por hogares, ganado, canales y molinos; números que no son curiosidad sino llave para la exacción y la leva. Tributo: tasas fijas con apariencia de equidad, escalas que alivian a corto plazo y atan a largo. Y obra pública: calzadas, diques y mercados techados con losas; piedra bien asentada que fideliza al pueblo porque evita barro y crecida. Cosas nuevas. Todo eficaz. No viene hasta mejor que un pueblo leal, que no se vendía a un imperio ajeno.

Pasó el pulgar por una veta del mármol.

Reflexiono en las provincias menores, que quizá por miedo, o por tratados podrían afianzarse al Imperio.

Donde otros verian “beneficios”, ella empezó a ver posiciones. Obras, sí, pero también hitos administrativos; caminos, pero también rutas de inspección; diques, pero también marcas de presencia. Kharu, le había dicho que en su mundo, sobre todo en la historia sanguinaria del mismo, el error de los reinos, imperios y monarquías que entregaron plazas por tratados “bien redactados y mal entendidos” fue creer que la letra sellada era un equilibrio. Tras la firma, llegaban los padrones, y con los padrones llegaban los contadores, y con los contadores llegaban los jueces, y con los jueces llegaba una lengua para nombrar las cosas como las quería la lengua de un Imperio.

El acero abría; el papel ocupaba.

Tomó el cálamo. Lo sostuvo un segundo en el aire para fijar el orden de exposición: no lo escribiría como proclama, sino como instrucciones que pudieran ejecutarse con oficios existentes.

Se inclinó sobre la cera y empezó por la base, lo primero era administrarlo todo.

Empezó por los padrones. Sería un censo sin teatralidad, sin pregones, sin asustar. Padrones de casa y taller, de canal y era, de molino y embarcadero. Era un oficio responsable, luego escribas de distrito apoyados por los jefes de riego y los recaudadores actuales. Su finalidad pública debería ser asegurar abastecimiento y turnos de agua antes del desbordamiento del estío. Su finalidad real, debería ser saber más de su propia casa antes de que otros la nombren. El plazo debería ser de treinta días. La Garantía, debía ser, que aquel que mienta no pagará menos, sino que pagará dos veces; el que diga la verdad no pagaria más por haber hablado. Hizo un trazo para marcar la idea de amnistía censal inicial: a los contadores les sirve la cifra; a la gente, la certeza.

Le siguió la ley. No una piedra tallada con veinte fórmulas y juramentos vacíos. Un código breve, aplicable por la mañana. Con respecto a las materias, debería administrar el comercio del grano y la sal, servidumbres de agua, tránsito en calzada y compraventa de tierra. No debía permitir cláusulas en lengua ambigua. Bilingüe, sí, pero con glosario vinculante. Un tribunal mixto para resolver disputas de mercado con plazos perentorios —tres días— y costas tasadas. Y una regla de oro: ningún tratado con Larsus debería ser válido sin anexos gráficos y topográficos firmados por ambos, con mojones numerados, sin poesía.

Lo que no se mide, se pierde.” Escribió la frase sin adorno. Elevó el cálamo y la releyó. No buscó belleza: buscó memoria.

Fue en ese instante, que la sombra de fatiga le nubló la sien. La apartó con agua. Volvió al mármol. Llegó el tributo. Pocos reinos resisten porque mueren por dos venenos contrarios: o exprimen tanto que su gente huye hacia un Imperio que promete tasas moderadas, o alivian sin método y se quedan sin aceite para la rueda. Nephertary eligió una vía estrecha: convertir peajes dispersos y chantajes privados en una tasa única de tránsito interior con tarifa publicada en tablillas de madera en los puntos de cobro. Suprimir los cobros duplicados de señores menores y comprar ese derecho con una compensación anual fija que se pagará en especie y en nombramiento: quien deje de exprimir conservará nombre y asiento en el consejo del río. El tesoro perderia ruido y ganaria corrientes limpias. En ese momento, se percató, de que quizá ese Imperio odiaba los espacios opacos —anotó mentalmente eso—; su ley entraba por ellos con apariencia de justicia. Sellarlos por dentro es mejor que discutir en la puerta.




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