El timbre no sonó cuando Alma lo presionó.
Ni vibró. Ni hizo clic.
Solo quedó allí, silencioso y frío, como si jamás hubiese funcionado.
Empujó la puerta despacio. Cedió con un chirrido suave, y lo primero que la envolvió fue una mezcla de aire húmedo, olor a musgo y agua estancada. No desagradable… pero antigua. Como el olor que queda en una pecera cuando nadie la ha limpiado por semanas.
Adentro, el lugar parecía más profundo de lo que dejaba ver desde afuera. Las luces eran tenues, azuladas, y las peceras estaban dispuestas en diferentes niveles: unas sobre mesas bajas, otras en repisas altas, incluso algunas colgaban del techo, oscilando apenas, como si respiraran.
Los peces nadaban en silencio.
Lentos.
Hipnóticos.
—¿Hola? —dijo Alma, sin alzar mucho la voz—. Vi el cartel en la puerta…
—Pasá, querida —respondió una voz suave, femenina, desde algún rincón.
Del fondo emergió una mujer alta y delgada, vestida con una falda larga y una blusa de cuello cerrado. Su cabello blanco estaba recogido en un rodete impecable, y sus ojos, aunque amables, parecían ausentes, como si miraran algo más allá de Alma.
—Qué bien que viniste. No todo el mundo se anima a entrar —dijo con una sonrisa que parecía congelada en el tiempo—. Soy Matilde. Bienvenida a nuestro pequeño mundo.
Antes de que Alma pudiera responder, apareció un segundo rostro, más brusco: un hombre corpulento, con un delantal manchado, el cabello canoso pegado al cráneo y unas manos grandes que parecían hechas para cargar cosas pesadas… o para arreglar algo delicado. No saludó. Solo la miró.
—¿Sos vos la del trabajo? —preguntó, sin rodeos.
—Sí. No tengo experiencia con acuarios, pero aprendo rápido —respondió Alma, manteniéndose firme.
El hombre la miró unos segundos más. No con desconfianza, sino como quien analiza el peso de algo antes de colocarlo en su sitio. Luego asintió.
—No hace falta experiencia —dijo—. Hace falta respeto. Por los peces… y por lo que no se ve.
Alma no entendió del todo esa última parte, pero Matilde se rió suavemente, como si supiera que la frase la había descolocado.
—Él es Jacinto —aclaró Matilde, colocando una mano en el brazo del hombre—. Es más callado que yo, pero no muerde. Por ahora.
Alma sonrió con cortesía.
Jacinto le alcanzó un delantal limpio.
—Mañana a las ocho. Si llegás tarde, no te abrimos.
Y se fue, sin decir más.
Matilde la acompañó hasta la puerta.
—Somos gente de hábitos. Si decidís quedarte, vas a acostumbrarte.
Antes de salir, Alma miró por última vez hacia el interior. Algo en la esquina del local llamó su atención: una pecera enorme, tapada por una lona negra, inmóvil como una tumba acuática.
—¿Esa también está en exhibición?
Matilde se quedó unos segundos en silencio.
—No todas las cosas están para ser vistas —dijo, con un tono distinto, más serio—. Algunas están… para ser contenidas.
Y con esa frase, le cerró la puerta con suavidad.
Como quien despide a alguien que aún no entiende en lo que se está metiendo.