Alma llegó al acuario cinco minutos antes de las ocho. El barrio seguía dormido, salvo por un gato flaco que cruzó la calle sin apuro. Jacinto ya estaba adentro; la puerta entreabierta le dejó ver su silueta moviéndose entre los tanques.
Entró despacio. El olor era igual que el día anterior, pero más fuerte: mezcla de agua, comida para peces y algo más, como tierra mojada que no recibe luz.
—Puntual —dijo Jacinto, sin saludar.
Le alcanzó un balde con una esponja y le señaló las peceras del costado izquierdo.
—Vas a empezar por ahí. Limpiá los vidrios con cuidado. No golpees. No distraigas a los peces.
Alma asintió y se puso a trabajar. No había música, ni radio, ni voces. Solo el ruido de las burbujas, el zumbido de los filtros y de vez en cuando, un chapoteo leve que no siempre venía del lugar donde estaba mirando.
Durante la primera hora, Jacinto no le dirigió la palabra. Caminaba de un lado a otro, revisando tubos, midiendo niveles de pH, sacando cuentas en una libreta vieja. Sus movimientos eran exactos, casi obsesivos.
Matilde apareció cerca de las diez, con una taza humeante entre las manos. Sonrió como si la viera después de años.
—¿Cómo vas?
—Bien —respondió Alma—. Es más tranquilo de lo que pensé.
—Sí. Acá no pasa gran cosa —dijo Matilde, mirando una pecera durante varios segundos—. Solo hay que saber estar.
Se sentó en un banco de madera y observó cómo trabajaba. No hablaba mucho, pero su presencia no molestaba. Al contrario, Alma sentía que con Matilde el ambiente se volvía más liviano. Menos incómodo.
Después del mediodía, Jacinto le pidió que lo ayudara a alimentar a los peces. Le explicó cuánto poner, en qué orden, qué no mezclar. Hablaba sin mirarla, como si se estuviera repitiendo a sí mismo.
Cuando pasaron cerca de una pecera tapada por una lona negra, él se detuvo.
—Con esta no te metas.
Alma se quedó quieta. No hizo preguntas.
—¿Está rota?
—No. Y no hace falta que sepas más.
Siguieron caminando. Ella se guardó la duda.
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Antes de cerrar, Jacinto bajó al sótano. No dijo nada. Solo abrió la puerta del fondo, bajó las escaleras de cemento y desapareció. Matilde se quedó ordenando unos frascos, como si fuera lo más normal del mundo.
—¿Baja siempre a esta hora?
—Sí —dijo ella—. Es parte de su rutina.
—¿Y qué guarda ahí?
Matilde levantó la vista por primera vez.
—Cosas de su época de investigación.
—¿Él fue científico?
Matilde se encogió de hombros.
—Tuvo su época. Después eligió cuidar peces.
La puerta del sótano se cerró con un golpe seco. Alma no preguntó más.
Cuando salió del local, ya estaba oscuro. Caminó hasta la esquina sintiendo que el olor del lugar se le había quedado en la ropa. Y sin saber por qué, miró hacia atrás.
Las luces del acuario seguían encendidas.
Y, aunque era imposible, Alma tuvo la sensación de que algo la seguía mirando desde adentro.