El SÓtano Del Acuario

Sábado a la noche

El sábado llegó sin sorpresas. El trabajo en el acuario había sido igual de silencioso que siempre. Alma regresó a casa, se duchó, se cambió, y ya pensaba en quedarse con su taza de té y alguna serie vieja… cuando Leti apareció en la puerta de su habitación, vestida para el fin del mundo.

—¡Dale, Alma! Vamos a salir. Por favor, necesito mover el esqueleto. Este cuerpo no puede vivir solo a base de tereré y frustraciones.

—No me gusta bailar, Leti —dijo Alma, desde la cama, en pantuflas.

—Pero a mí sí. Y si me ves chaparme a alguien, no me juzgues. Estoy emocionalmente inestable.

—Eso no es novedad.

—Perfecto. Entonces estás advertida. ¡Vamos!

Alma suspiró. Sabía que decir que no solo iba a retrasar lo inevitable. Así que se cambió, se maquilló apenas, y media hora después estaban en un bar con luces violetas, olor a desinfectante barato y gente gritando canciones de los 2000 como si fueran himnos nacionales.

Leti desapareció en cinco minutos.

Alma se quedó en la barra, tomando una soda con hielo y mirando el lugar como si fuese un documental de comportamiento humano. Había una chica llorando en el baño, dos tipos peleando por una silla rota, y un DJ que mezclaba reguetón con cumbia sin ningún tipo de remordimiento.

Leti, mientras tanto, estaba en modo tornillo suelto: bailaba con todo el mundo, se reía fuerte, gritaba sin sentido. En algún momento se trepó a un mini escenario y se puso a cantar con el micrófono desenchufado. Alma no supo si reírse o fingir que no la conocía.

Después vinieron los besos. Leti pasó de uno a otro como si estuviera en una ronda de degustación.

—¡Estoy viva, Alma! ¡Vivaaaa! —gritaba con una copa en la mano—. ¡Decile a ese acuario raro que no me va a chupar la energía a mí también!

—No se lo voy a decir, Leti. Bajate de la mesa.

Terminó vomitando detrás de un contenedor, mientras Alma le sostenía el pelo.

—No me siento tan mal —dijo Leti, con la cara pálida como papel—. Solo me mareó el aire.

—Te mareó el vodka, la birra, el gin, y los cinco tipos que te besaste.

—No fueron cinco… fueron cuatro y medio.

Alma se rió. A pesar del olor y del desastre, se rió.

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Logró meterla en un taxi, subirla al departamento y dejarla acostada con una toalla y una palangana al costado. Leti se durmió boca abajo, con una pantufla puesta y la otra en la mano, como si hubiera perdido una batalla épica.

A la mañana siguiente, Alma estaba en la cocina haciendo café cuando Leti apareció, arrastrando los pies, envuelta en una manta, con la cara de alguien que había peleado con su propio hígado.

—No hables —dijo Leti, con la voz ronca—. Todo lo que digas puede ser usado en mi contra.

—¿Querés café?

—Sí. Pero con vergüenza. Mucha vergüenza.

Alma le alcanzó una taza.

—¿Te acordás de algo?

—Sí. Me acuerdo que vos no te divertís nunca.

—Me divertí. Te vi tropezar con el aire.

—¿En serio me besé con todos esos?

—No. Hubo un par que escaparon a tiempo.

Leti se rió entre dientes. Después apoyó la frente en la mesa.

—Nunca más.

—Hasta el próximo sábado.

Leti levantó un dedo tembloroso sin levantar la cabeza.

—Una salida más así y directamente me mandan flores al funeral.

Alma sonrió. Esa mañana, el acuario parecía lejos. Todo parecía normal otra vez.

Solo por un rato.




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