El jueves Alma llegó quince minutos antes de las ocho. No sabía por qué, pero algo la había hecho levantarse más temprano. Caminó hasta el acuario en silencio, sin música, sin auriculares, sin ganas de hablar con nadie.
Jacinto abrió la puerta justo cuando ella estaba por tocar. No dijo nada. Solo se hizo a un lado para dejarla pasar.
Adentro, todo estaba como siempre. Las luces tenues, el zumbido de los filtros, el olor a agua estancada mezclado con algo más… algo que Alma reconoció enseguida.
Lavanda.
El perfume que usaba Matilde.
Era leve, pero estaba ahí. En el aire. Como si alguien lo hubiera dejado hace apenas unos minutos.
Ella se quedó parada unos segundos. Jacinto pasó a su lado con una caja entre las manos.
—Hoy empezás sola. Yo tengo que bajar un rato.
—¿Al sótano?
—Sí.
Alma no respondió. Se puso el delantal y fue a la zona que solía limpiar siempre. Tomó la esponja, el balde, el rociador. La rutina le ayudaba a pensar. Y a no pensar.
Pero a la tercera pecera notó algo raro.
Sobre una de las repisas había una taza de té vacía. Igual a las que Matilde usaba. Tenía una mancha seca en el borde y el mismo diseño de flores lilas. No recordaba haberla visto ahí antes. No el viernes. No nunca.
La agarró con cuidado. Aún estaba tibia. Como si alguien la hubiera dejado ahí hacía poco.
—Jacinto —llamó desde donde estaba—. ¿Esto es tuyo?
No hubo respuesta. Se escuchaba un ruido lejano, como de agua corriendo o una bomba funcionando a medias.
Volvió a dejar la taza en su lugar.
Terminó de limpiar en silencio. A lo lejos, el tanque cubierto con la lona negra seguía quieto. Pero cada vez le parecía más que no estaba tan solo como aparentaba.
A media mañana, Jacinto volvió a subir. Se le notaba más apurado que de costumbre. Llevaba las mangas mojadas.
—No toques la zona del fondo hoy —le dijo—. Estoy haciendo ajustes en los filtros.
—¿Y la taza?
—¿Qué taza?
—Una taza de Matilde… estaba en la repisa.
Jacinto la miró fijo. Sus cejas no se movieron ni un milímetro.
—No hay ninguna taza.
—Pero yo la vi.
—Habrá sido vieja. Guardala si querés.
Se fue al rincón de siempre. Empezó a mezclar alimentos como si nada.
Alma volvió a mirar la taza. Ya no estaba.
Revisó la repisa. Nada.
Miró al suelo. Tampoco.
Dio vueltas por el área. Nada.
No dijo nada más.
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Ese día, al llegar a casa, Alma no prendió la tele ni revisó el celular. Se sentó en la cocina, sola, con una taza de té frente a ella.
La taza era distinta.
El té, también.
Pero el olor a lavanda volvió a subirle por la nariz, sin que supiera de dónde.
Y aunque Leti hablaba desde su cuarto sobre una nueva cita, Alma apenas escuchaba.
Tenía la cabeza en otro lugar.
Y las manos, por primera vez, le temblaban un poco.