El SÓtano Del Acuario

Desde abajo

Ese viernes el acuario amaneció más silencioso que de costumbre.

Jacinto no estaba cuando Alma llegó. La puerta estaba cerrada. Tuvo que esperar casi veinte minutos hasta que apareció, sin saludar, con la cara más pálida que nunca y las llaves temblando en su mano.

—Tuve un problema. No dormí bien —dijo, apenas abriendo la puerta—. Hoy no voy a estar mucho. Manejate sola.

Ella asintió sin decir nada. Ya estaba acostumbrada a que él hablara poco, pero esa vez su voz sonaba más apagada. Como si hablara desde lejos, desde otro lugar.

El interior del acuario estaba distinto. No de forma obvia, pero sí lo suficiente como para que Alma lo notara. El aire estaba más denso. Hacía más calor. Y había un olor que no podía identificar.

No era lavanda.
Tampoco humedad.
Era algo más… como metal mojado. Sangre vieja.

Intentó no pensarlo. Fue directo a su rutina: balde, esponja, peceras. Pasó más de una hora concentrada en lo suyo. Todo iba bien, hasta que se acercó a la zona del fondo, la que siempre evitaba.

El tanque cubierto con la lona negra seguía en su sitio, pero por primera vez, había algo más.

Un charco.
Pequeño, al pie del tanque.
Como si hubiera escurrido agua, pero no del todo limpia. Estaba espesa. Pegajosa.

Alma se agachó para limpiarlo. El trapo se le quedó pegado al suelo por un segundo. Cuando lo levantó, notó que tenía manchas oscuras. No era barro. Ni suciedad. Era otra cosa.

—¿Jacinto? —llamó en voz alta.

Nada.

Caminó hacia la trastienda. No estaba. Tampoco en el baño.

La puerta del sótano estaba entreabierta.

Alma se acercó despacio. Desde ahí venía ese olor.
No era tan fuerte como para hacerle daño, pero sí lo suficiente para revolverle algo en el estómago.

—Jacinto, ¿estás ahí? —volvió a llamar.

Nada. Solo un zumbido, constante, parecido al de un generador o una bomba de aire. Y algo más… como un golpe leve. Un ritmo.

Uno. Dos. Pausa.
Uno. Dos. Pausa.

Parecía que alguien respiraba. O algo.

No bajó. No se animó.
Solo empujó la puerta para cerrarla otra vez.

En ese momento escuchó una voz.

No fuerte.
No clara.
Pero familiar.

—Alma…

Se quedó helada.

—Alma…

Giró la cabeza. No era Jacinto. No venía del sótano.

Era como un susurro pegado al vidrio.

Miró hacia la pecera más cercana.
Nada.

Otra vez:

—…alma…

Pero ahora no era un llamado. Sonaba como una risa apagada.

Alma retrocedió. El balde se volcó a su lado. El agua corrió por el piso, mojando todo a su paso. Se pegó a la pared, con la respiración contenida.

Jacinto apareció en la puerta del frente.

—¿Qué pasó?

Ella se giró, agitada.

—¿Había alguien más acá?

—¿Quién?

—No sé… escuché mi nombre. Clarito.

Jacinto no respondió. Solo miró hacia el fondo, hacia el tanque cubierto.

—Tenés que aprender a ignorar lo que no te habla directo.

Y se fue a la trastienda sin dar explicaciones.

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Esa noche Alma llegó a su casa en silencio. No le contó nada a Leti. Ni del olor. Ni del susurro. Ni de Jacinto.

Pero antes de dormir, se quedó mirando su reflejo en el espejo del baño.

Y por un segundo, creyó ver un movimiento… detrás de ella.




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