El sábado amaneció con una lluvia fina, de esas que no mojan del todo pero se meten en los huesos.
Alma caminó hasta el acuario con la capucha puesta, sin ganas, con la cabeza llena de preguntas que no sabía cómo ordenar.
Jacinto la esperaba sentado en una banqueta detrás del mostrador. Tenía una taza de café entre las manos, pero ni siquiera parecía haberla probado.
No la saludó. Solo levantó la vista y le dijo:
—Hoy tampoco abrimos. Pero quiero que limpies igual.
—¿Otra vez cerrado? —preguntó ella.
—Son días complicados.
Esa frase se le quedó dando vueltas en la cabeza. Días complicados. Pero no había tristeza en su voz, ni rastro de duelo.
Parecía más… cansancio. O fastidio.
—¿Y la señora? —se atrevió a preguntar Alma.
Jacinto la miró con una mezcla de desdén y resignación.
—Ya te dije. Se fue.
—¿Murió?
—No. —La palabra salió seca, cortante—. Se fue. Y cuando alguien se va, no hace falta seguir hablando de eso.
Alma entendió que no debía insistir. Pero el silencio que quedó después era tan denso que casi podía olerse.
Ese olor otra vez. A metal mojado. A sótano.
Durante toda la mañana el ruido de la lluvia fue el único sonido. Los peces parecían moverse más lentos, como si también los afectara algo que no podían nombrar.
En un momento, mientras limpiaba el mostrador, Alma notó que debajo del vidrio del mostrador había algo doblado, como una hoja vieja.
La sacó con cuidado.
Era un papel arrugado, manchado en una esquina por humedad. Tenía una letra temblorosa, prolija pero antigua.
> “Si un día no vuelvo, no me busques arriba.”
Alma se quedó inmóvil. Sintió que la frase pesaba más de lo que el papel podía soportar.
Volvió a mirar hacia el fondo del local.
El tanque cubierto. La puerta del sótano entreabierta.
Guardó el papel en el bolsillo y siguió trabajando. No quería pensar. Pero la frase no la soltaba.
Cuando terminó, Jacinto estaba de pie junto a la puerta, con el paraguas en la mano.
—Podés irte —le dijo—. Yo cierro.
—¿Va a seguir cerrado mucho tiempo?
—Hasta que el agua se calme.
—¿Qué agua? —preguntó ella, sin entender.
Jacinto no respondió.
Solo giró la llave en la cerradura del frente y, sin mirarla, dijo:
—No todo lo que se guarda en un acuario está hecho para mostrarse.
Alma se fue caminando despacio, sintiendo que cada gota de lluvia le caía más fría que la anterior.
Esa noche soñó con burbujas, con un sonido bajo el agua, con algo que la llamaba por su nombre desde un fondo oscuro.
Y cuando despertó, tenía el papel en la mano.
Arrugado, húmedo…
como si lo hubiera sacado recién del tanque.