El SÓtano Del Acuario

El sonido del agua

El domingo amaneció nublado, y Alma no sabía si debía ir o no. Jacinto no la había llamado, pero tampoco le había dicho que no fuera.
Así que fue igual.

El acuario estaba cerrado, como la última vez, pero la puerta del costado —la que usaba para sacar la basura— tenía el candado corrido.
Tocó una vez. Nadie respondió.

Empujó la puerta.
Adentro olía peor que nunca.

No a podrido, sino a encierro.
A algo que había estado respirando solo, demasiado tiempo.

Dejó el bolso sobre una silla y encendió las luces. Algunas parpadearon antes de estabilizarse. Los peces parecían más inquietos, golpeando suavemente el vidrio de las peceras, como si también quisieran salir.

Alma miró hacia el fondo.

El tanque cubierto seguía igual. La lona negra estaba húmeda, como si algo la hubiera empapado por dentro. Y el charco del otro día ahora era una mancha seca, de bordes oscuros.

Caminó despacio.
Cada paso hacía crujir el piso.

Al llegar al tanque, levantó una punta de la lona. Solo un poco. Lo suficiente para mirar.

Adentro no había nada.
O al menos, nada visible.

El agua estaba turbia, densa, con una especie de neblina flotando en la superficie.
Apenas un reflejo, como si algo se moviera debajo. Pero cuando intentó enfocar, desapareció.

—¿Hola? —dijo casi en un susurro.

Del sótano vino un ruido.
No un golpe ni un crujido: un chapoteo, claro, firme, como si alguien metiera la mano en el agua.

El corazón se le aceleró.
Miró hacia la puerta del sótano. Estaba cerrada, pero desde adentro se escuchaba un zumbido irregular, como un motor viejo. Y entre esos sonidos, una respiración. Lenta, profunda.

Alma se acercó, sin saber por qué.
La madera estaba tibia al tacto.

—Jacinto… ¿está ahí?

Nada.

Giró el picaporte.
La puerta se abrió sola, con un quejido largo.

El aire que salió de abajo era pesado, casi líquido, lleno de ese olor metálico que ya conocía.
No podía ver más que la primera escalera, de cemento, húmeda y resbalosa.

Una bombilla titilaba al fondo, colgando de un cable.

—Solo voy a mirar —se dijo en voz baja, aunque sabía que mentía.

Bajó tres escalones.

El sonido del agua se hizo más claro, más profundo.
Como si un río corriera debajo del suelo.
Y entre ese ruido, algo… un latido.

De pronto, un golpe fuerte.
Como si alguien hubiera arrojado algo pesado dentro de un tanque.

Alma retrocedió, asustada.
Subió los escalones casi corriendo, cerró la puerta de un tirón y se apoyó contra ella, con el pecho agitado.

El silencio volvió.
Solo su respiración, y la de algo más, que siguió un segundo después.
Como si el eco respirara con ella.

---

Cuando Jacinto llegó más tarde, la encontró de pie, mirando la puerta cerrada.

—¿Entraste? —preguntó, sin levantar la voz.

—Solo un poco.

Él la observó un largo rato antes de responder.

—Nunca se baja sola.

—¿Por qué?

Jacinto no respondió.
Se acercó al mostrador, tomó una botella de agua y bebió sin apartar los ojos de ella.

—A veces, cuando uno abre una puerta, lo que sale no es aire.
—¿Qué sale, entonces? —preguntó Alma.

Jacinto la miró con algo parecido a tristeza, pero sin del todo sentirla.

—Memoria.

Y se fue al fondo, sin mirar atrás.

---

Esa noche, Alma no soñó.
Pero el sonido del agua seguía allí, en su oído.
Como si todavía estuviera bajo tierra, esperándola.




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