El SÓtano Del Acuario

Ecos en el vidrio

Desde aquel domingo, algo cambió en el acuario.
No fue un cambio que pudiera explicarse con palabras. Era más bien un silencio diferente, uno que pesaba.
Hasta los peces parecían moverse con precaución, como si hubieran aprendido a escuchar.

Jacinto casi no hablaba. Llegaba, revisaba los filtros, anotaba algo en un cuaderno y se encerraba en la trastienda.
A veces se quedaba mirando el tanque cubierto, quieto, con la mano en la lona.
Alma lo observaba desde lejos, fingiendo ordenar los frascos.

Un martes, mientras limpiaba los cristales del mostrador, notó una marca en el vidrio del tanque más grande.
Una huella.
Del lado de adentro.

La limpió con el trapo, pero la huella seguía ahí.
Era pequeña, más fina que la de una mano adulta, con los dedos muy largos.
Por un momento pensó que podría ser una mancha, hasta que vio cómo el agua, justo detrás del vidrio, vibró.
Una sola vez.
Como si alguien hubiera apoyado la palma desde adentro.

Alma dio un paso atrás.
El aire estaba más frío, pero el vidrio… el vidrio estaba tibio.

Sintió un cosquilleo en la nuca. Giró apenas, y la vio.
Una sombra detrás del tanque cubierto.
Alta, quieta, con forma humana.
Parpadeó. Desapareció.

Corrió hasta la trastienda.
—Jacinto… hay alguien ahí —dijo, agitada.

Él levantó la vista de su cuaderno.
—¿Dónde?

—En el fondo, detrás del tanque.

Jacinto se quedó un momento sin responder. Luego cerró el cuaderno con calma y caminó hacia el frente.
Al llegar al tanque, levantó la lona.
Nada.

—¿Lo ve? —insistió Alma.

—No —dijo él, bajando la lona de nuevo—. Pero no te preocupes.
—¿Cómo que no me preocupe?
—Las sombras son solo sombras… hasta que uno les da nombre.
—Eso no me tranquiliza.

Jacinto sonrió apenas, esa sonrisa seca que no llega a los ojos.

—Deberías irte temprano hoy. Descansá.
—No quiero dejarlo solo.
—No estoy solo —dijo él, casi sin pensar. Y cuando Alma lo miró con extrañeza, agregó—: tengo mucho que limpiar.

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Esa tarde, mientras cerraba su bolso, notó algo extraño en el piso de la trastienda.
Un hilo de agua corría desde la puerta del sótano hasta la rejilla del desagüe.
Era tan delgado que apenas se veía, pero dejaba un rastro.
Alma se agachó y tocó el suelo: estaba tibio.
No húmedo. Tibio.
Como si el agua saliera de un cuerpo, no de una cañería.

Siguió el rastro con la mirada.
La puerta del sótano estaba cerrada, pero desde adentro venía un golpeteo leve.
No constante, sino irregular.
Tac... tac... tac.
Como si algo o alguien golpeara el agua despacio, sin apuro.

Tomó aire. Se acercó.
Apoyó el oído en la madera.
Y escuchó… voces.

No claras. Como si vinieran desde muy lejos, mezcladas con burbujas, con el eco del agua moviéndose.
Pero entre todas, una le pareció conocida.
Suave.
Femenina.
Casi un susurro.

—No abras…

Alma retrocedió.
Tropezó con el balde y el trapo, cayendo sentada en el suelo.
El ruido cesó al instante.

Cuando levantó la vista, Jacinto estaba en la puerta.

—Te dije que no se baja sola —dijo sin levantar la voz, pero con un tono que ya no sonaba humano del todo.

Ella se puso de pie despacio.
Jacinto siguió mirándola, sin moverse.
En su camisa había una gota de agua. Bajó por el cuello, lenta, como si viniera de un sitio que no debía existir.

---

Esa noche, Alma no pudo dormir.
Cada vez que cerraba los ojos, oía ese tac... tac... tac.
Y en su cabeza, la voz repetía lo mismo:
“No abras.”




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