Los días siguientes fueron lentos.
Jacinto seguía yendo al acuario, pero ya no hablaba con Alma. Solo le dejaba una lista de tareas escrita en un papel húmedo:
“Limpieza del frente. No tocar el fondo.”
Ella fingía obedecer. Pero cada vez que él salía —porque siempre salía, aunque fuera por unos minutos—, aprovechaba para mirar a escondidas.
El tanque cubierto no era como los demás. Tenía un sistema de filtros distinto, y una manguera conectada directamente al sótano.
Como si el agua circulara entre ambos lugares.
Como si lo que estuviera abajo también respirara por ahí.
Una mañana, mientras cambiaba el agua de las peceras pequeñas, escuchó un ruido sordo detrás del mostrador. Un golpe leve, repetido.
Abrió el cajón de las herramientas.
Entre trapos y pinzas, había una caja metálica, vieja, con un candado oxidado.
El candado estaba abierto.
Dentro encontró jeringas, frascos de vidrio y una carpeta con hojas amarillentas.
En la tapa, una palabra escrita a mano:
Proyecto Icthys.
Pasó las páginas.
Había diagramas, notas, dibujos anatómicos.
Un cuerpo humano, pero con branquias.
Una piel translúcida, manos delgadas, ojos negros.
En una esquina, una anotación con letra de Jacinto:
> “Fase 2: requiere compatibilidad humana estable. El plasma no basta. Necesita vínculo.”
Alma se quedó inmóvil.
No entendía todo, pero lo suficiente como para sentir que debía salir de ahí.
Cerró la carpeta rápido, pero en ese instante escuchó pasos en el pasillo.
—¿Qué hacés ahí? —la voz de Jacinto la atravesó como un cuchillo.
—Nada. Buscaba un trapo —mintió.
Jacinto la miró fijo, sin moverse.
Las mangas de su camisa estaban arremangadas, y en su brazo se notaban pequeñas marcas, como de agujas.
No dijo nada más. Solo la observó unos segundos que parecieron horas, hasta que finalmente habló:
—Te vas temprano hoy.
—Pero todavía no terminé…
—Dije temprano.
No discutió. Tomó su bolso y se fue, pero al pasar junto al tanque cubierto, notó algo nuevo:
Había una sombra pegada al vidrio, quieta.
No era reflejo.
No era movimiento del agua.
Era un perfil.
El contorno de un rostro.
Y aunque duró apenas un segundo, Alma juraría que era el de Matilde.
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Esa noche, Alma volvió a leer la libreta. En una de las páginas finales, entre tachones, encontró algo que no había notado antes:
> “Dijo que me haría dormir solo un rato. Que era para el bien de los dos.
Pero cuando despierto, el agua ya no me deja hablar.”
El pulso se le aceleró.
Cerró la libreta con fuerza.
Y desde la cocina, juraría que escuchó el sonido del agua correr en la canilla…
aunque estaba cerrada.
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A la mañana siguiente, Jacinto no fue al acuario.
Pero cuando Alma llegó, la puerta estaba abierta.
Y sobre el mostrador, una nota escrita con letra apurada:
> “No bajes al sótano. Hoy no.”
Abajo de la nota, había una gota de sangre seca.