El acuario estaba más oscuro de lo habitual.
Las luces del techo parpadeaban, y el aire se sentía espeso, casi caliente.
El olor a lavanda había desaparecido por completo.
Ahora olía a hierro. A mar muerto.
Alma entró despacio, dejando que la puerta se cerrara sola detrás de ella.
No había nota, ni lista de tareas.
Solo un silencio que pesaba más que cualquier palabra.
Caminó hacia el mostrador, esperando ver a Jacinto, pero no estaba.
El tanque cubierto seguía en su lugar, con la lona húmeda.
Y al costado… el suelo tenía marcas.
Como si algo hubiera sido arrastrado desde la puerta del sótano hasta el centro del local.
Se agachó.
Las marcas no eran rectas.
Eran irregulares, como si algo con dedos o extremidades se hubiera movido sobre el piso, intentando sostenerse.
El aire se volvió más frío.
Entonces lo escuchó.
Un ruido bajo, casi un gemido, mezclado con el burbujeo de los filtros.
No provenía del fondo, sino del costado del mostrador.
Alma se acercó, con el corazón latiendo en la garganta.
El ruido se repitió.
Como un suspiro que no encontraba aire.
Al inclinarse, vio una forma acurrucada bajo la mesa de los tanques chicos.
Una sombra translúcida, temblando.
El agua goteaba desde su piel, formando un charco que se extendía lentamente hacia ella.
Por un segundo, creyó que era una persona.
Tenía un cuerpo humano, pequeño, pero los brazos eran demasiado largos.
La piel, casi transparente, dejaba ver venas azuladas que se movían como hilos.
Y los ojos… dos manchas negras, sin brillo, que apenas parpadeaban.
La criatura respiró.
O algo parecido a eso.
El sonido era húmedo, profundo, como si el aire entrara y saliera de un lugar que no estaba hecho para respirar.
Alma se cubrió la boca para no gritar.
Dio un paso atrás, tropezando con una caja.
El ruido fue suficiente.
La criatura giró lentamente la cabeza hacia ella.
No parecía agresiva.
Solo… confundida.
Y en ese instante, Alma notó algo imposible: en su muñeca izquierda, entre las venas, había un brazalete dorado.
El mismo que Matilde usaba todos los días.
El tiempo se detuvo.
La criatura extendió una mano temblorosa hacia el aire, intentando alcanzar la luz del acuario.
Sus dedos eran finos, alargados, con una suavidad casi humana.
Y entonces, desde la puerta del sótano, se escuchó una voz:
—Volvé abajo.
Jacinto.
Su tono no era de orden. Era súplica.
La criatura se estremeció, como si lo reconociera.
Luego se arrastró lentamente hacia la oscuridad, dejando un rastro húmedo en el suelo.
Jacinto la siguió, sin mirar a Alma.
Solo dijo, al pasar junto a ella:
—A veces el amor no muere… solo cambia de forma.
Y desapareció por la puerta del sótano, cerrándola detrás de él.
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Alma quedó sola, con las piernas temblando.
El charco seguía en el piso, reflejando las luces parpadeantes del techo.
Se acercó, aún en shock.
El agua estaba tibia.
Y en medio del reflejo vio su rostro… pero por un instante, el reflejo le devolvió otro.
No el suyo.
El de Matilde.
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