El SÓtano Del Acuario

El agua no se queda en el acuario

Esa noche, Alma caminó hasta su departamento como si la calle entera estuviera hecha de algodón húmedo.
Todo le sonaba lejos: los autos, las risas de un bar, el ladrido de un perro.
Solo escuchaba su corazón, que le marcaba el paso como un tambor desafinado.

Entró, cerró la puerta y apoyó la frente contra la madera.
Respiró hondo, tratando de convencerse de que exageraba, de que estaba cansada, de que nada había pasado.

Pero todavía tenía los zapatos mojados.
Y en el cuello, pegado a la piel, seguía ese olor a agua vieja.
A sótano.
A secreto.

Se dejó caer en la silla y agarró su celular.
Tenía dos mensajes de Laura, su amiga:

LAURA: “Amigaaa, t km!!? Vamñana juguito detox pq vomité mi almaaa 🥴”
LAURA: “Poneme una peli d peces, los peces son tiernos. Toy enamorad”

Alma soltó una risa nerviosa.
Muy nerviosa.
Sí, claro, peces… justo lo que necesitaba.

Dejó el celular en la mesa, se preparó un té —porque el té siempre la abrazaba un poquito— y se sentó en el sillón, intentando no pensar.

Pero la cabeza hacía lo suyo.

La lona moviéndose.
El murmullo.
Jacinto llorando sin lágrimas.
La palabra “alguien”.

Y esa sensación rara…
Ese instante en que sabía que algo, desde el fondo del acuario, la estaba mirando.

Cuando el té se enfrió por completo sin que lo probara, decidió ir a dormir.
Apagó las luces, se metió en la cama y se tapó hasta la nariz, como cuando era niña y creía que las mantas eran armaduras mágicas.

Pero el sueño no llegó.

Cada vez que cerraba los ojos veía el sótano.
El agua oscura.
El brillo de una pupila que no terminaba de ser humana.

—Tranquila, Alma… —murmuró, como si hablarse fuera una cuerdita para no caer.

Y justo ahí, cuando el cuerpo estaba a medio camino entre el miedo y el cansancio, se escuchó un golpe.

Un tump seco.

Desde la cocina.

Alma abrió los ojos como si le hubieran tirado un balde de agua helada encima.
Se incorporó, aguantando la respiración.
Otro golpe.

tump.

Más suave.
Más húmedo.

—No… —susurró, negando con la cabeza—. No, no, no.

Se puso de pie, avanzó despacio por el pasillo con el celular encendido como linterna.

La luz iluminaba de a pedacitos:
su planta medio muerta, las zapatillas tiradas, la foto con Laura donde parecían dos adolescentes escapadas.
Nada raro.
Nada fuera de lugar.

Pero al llegar a la cocina, lo vio.

El fregadero.
Lleno de agua.
Completamente lleno.

Ella estaba segura de que no había usado la pileta desde la mañana.
Ni había dejado la canilla abierta.
Ni había dejado nada tapado.

El agua estaba quieta.
Demasiado quieta.

Se acercó, despacio.
La luz del celular temblaba en su mano.
Una parte de ella quería salir corriendo del departamento.
La otra… necesitaba ver.

El agua estaba tan quieta que parecía un espejo.
Oscura.
Densa.

Y entonces, algo se movió.

Como si un dedo —no humano del todo, no del todo otra cosa— rozara la superficie desde abajo.

El agua hizo un pequeño círculo.

Un solo círculo.
Perfecto.

Alma retrocedió y el celular cayó al suelo.

—Carajo… —susurró, sintiendo el corazón golpearle en la garganta—. No puede ser, no puede ser.

Pero cuando volvió a mirar la pileta, el agua estaba quieta otra vez.
Tan callada como el acuario antes de que la lona se moviera.

Tan callada como un secreto buscando casa.

Alma dio dos pasos atrás, agarró el celular y salió de la cocina.

No pensaba dormir.
Ni cerrar los ojos.
Ni quedarse sola en una habitación a oscuras.

Allí, en ese silencio, supo algo con una claridad que dolía:

Lo que había en el acuario… no estaba tan lejos como ella creía.




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