Alma no durmió.
Ni un segundo.
Cuando el sol apenas insinuó una raya pálida detrás de las cortinas, ella seguía sentada en el sillón, abrazándose las rodillas y escuchando cada pequeño ruido del departamento como si pudiera saltarle encima.
La pileta estaba seca ahora.
Seca.
Como si alguien la hubiera vaciado mientras ella temblaba en el pasillo.
Eso la asustó más que cualquier dedo extraño bajo el agua.
El celular vibró y ella casi grita.
Era un mensaje de Laura.
LAURA: “Amigaaa estoy vivaaa????”
Alma suspiró. Algo en su pecho se aflojó, como una cuerda demasiado tensa que por fin cedía un poquito.
ALMA: “Sí… creo que sí. ¿Cómo amaneciste?”
Pero Laura no respondió.
Diez minutos después, apareció un audio.
Y apenas lo reprodujo, Alma sintió que el mundo volvía a un ritmo más… humano.
—AMIGAAAAA… ¿qué tomé anoche? ¿Alcohol o veneno para ratas? Me duele el pelo, te juro. ¿Podés venir? No quiero mover mi alma del piso…
Y justo en el fondo del audio, se escuchó cómo se golpeaba con algo.
—Ay, la pucha… acabo de patear un zapato y casi me muero.
Alma no quería salir de su casa.
Pero quedarse ahí, con el eco de la pileta en la cabeza, era peor.
Así que se cambió rápido, agarró su bolso y salió sin mirar atrás.
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Cuando llegó al departamento de Laura, esta le abrió la puerta envuelta en una manta con dibujos de patitos.
Tenía el pelo parado en todas direcciones, los ojos hinchados y un vaso de agua en la mano.
—Por favor decime que no hice nada ilegal —fue lo primero que dijo.
—No, solo vergonzoso.
—Menos mal… —Laura se dejó caer en el sillón—. ¿Qué hice?
—Te besaste con un tipo que parecía actor de novela turca.
—Bueno, eso no suena mal.
—Y después con otro que parecía su tío.
—Ok, eso suena peor.
Laura tapó su cara con las manos.
Alma rió.
Rió de verdad.
Una risa nerviosa, rota, pero real.
Como si su cuerpo necesitara sacar un poco del miedo acumulado.
—¿Y vos? —preguntó Laura, levantando una ceja—. Tenés cara de haber visto un fantasma… o tres.
Alma dudó.
No podía contarle.
No todavía.
—No dormí bien —dijo simplemente.
—Ah, amiga… yo tampoco. Pero lo mío es culpa del vodka. Lo tuyo parece culpa del universo.
Y ahí lo sintió.
Un tirón suave en la cabeza.
La sensación de que alguien la estaba observando.
No desde el departamento.
No desde la calle.
Desde otro lugar.
En su mente, la imagen del agua moviéndose bajo la superficie volvió como un latigazo.
—Ey —dijo Laura, tocándole el brazo—. ¿Estás bien? Estás blanca como yeso.
—Sí, sí… solo necesito despejarme.
—Vamos a caminar entonces. Un airecito te va a hacer bien. Y de paso, compro ibuprofeno que siento mi cerebro bailando lambada.
Alma sonrió.
Un poquito.
Pero el nudo seguía ahí.
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Salieron a la calle.
El sol era suave, como si también estuviera resacoso.
Laura hablaba, reía, se quejaba; Alma asentía, intentaba escuchar.
Pero al pasar frente a una alcantarilla, escuchó un ruido.
Un gorgoteo.
Un burbujear lento.
Profundo.
Demasiado familiar.
Se detuvo.
Miró la rejilla.
El aire que salía era frío.
Y, por un instante que apenas duró un parpadeo, Alma vio una sombra moverse bajo el agua estancada del drenaje.
Una sombra que no se arrastraba…
sino que nadaba.
—¿Alma? —preguntó Laura, sin entender por qué se había quedado quieta—. ¿Qué mirás?
Alma tragó saliva.
—Nada —mintió—. Vámonos.
Pero mientras se alejaban, tuvo la certeza de algo que la hizo temblar:
La criatura no estaba encerrada. No del todo.
Y la estaba siguiendo.