El SÓtano Del Acuario

Algo se soltó

Jacinto llegó al acuario esa mañana con el mismo paso cansado de siempre, pero al abrir la puerta sintió algo distinto en el aire.
Un silencio demasiado perfecto.
Demasiado plano.

Los peces siempre hacían ruido, aunque fuera mínimo: chapoteos, golpes leves contra el vidrio, el burbujeo del filtro.
Hoy no.

Hoy el acuario parecía detenido en una inhalación eterna.

Jacinto cerró la puerta atrás de él y avanzó hacia el mostrador.
Todo estaba en su lugar… pero todo se sentía mal.

Caminó hacia la puerta del sótano e inmediatamente se detuvo:
había una marca de agua en el escalón superior.

—No… —murmuró, con la garganta apretada.

Bajó de prisa.
Los pasos sonaban húmedos, pegajosos.

Cuando llegó al laboratorio, la vio.

La lona del tanque estaba corrida.
A un costado, mojada.
Como si algo grande hubiera pasado por encima.

Jacinto exhaló con fuerza, apretando los dientes.
La mesa metálica estaba chorreada; caían gotas lentas al piso formando charcos irregulares.
Uno de los frascos de vidrio, el que contenía tranquilizante, estaba volcado, vacío.

—No podía ser hoy —dijo, golpeando la mesa con el puño—. ¡No ahora!

Respiró hondo y se acercó al tanque.
El agua se movía apenas, como si aún guardara memoria del cuerpo que había estado dentro.

—Mi amor… —susurró—. ¿Qué hiciste?

Una burbuja grande subió desde el fondo y explotó en la superficie con un sonido gutural.

Era una respuesta.

Pero no una que él quisiera oír.

---

Mientras tanto, Alma y Laura volvían de la caminata.
Laura hablaba sobre un chico del bar; Alma apenas escuchaba, atenta al sonido del agua en las cunetas, a cada charco, a cada pozo en la vereda.

El miedo ya no era una punzada.
Era una compañía.

Cuando llegaron al edificio de Alma, Laura la abrazó fuerte.

—Amiga… yo sé que estás rara. No sé por qué, pero si necesitás hablar, llorar, o prender fuego algo… contá conmigo.
—Gracias —susurró Alma, sintiendo un nudo en la garganta.

Laura subió a un taxi, todavía recomendándole hidratación como si fuera su misión en la vida, y Alma se quedó sola frente a la puerta del edificio.

Sola…
o eso quería creer.

Porque al abrir el portón y entrar, vio algo en el piso.
Algo pequeño.
Húmedo.

Una huella.

No humana.
Pero tampoco de animal.

Una forma alargada, como si cinco dedos unidos por membranas hubieran presionado el mármol del pasillo.

Alma retrocedió instintivamente.

No había barro.
No había charco.
No había rastro de que alguien mojado hubiera pasado.

Solo esa huella solitaria.

Como una firma.

Estoy acá.

---

En el acuario, Jacinto subió del sótano con el rostro desencajado.
Sabía exactamente hacia dónde iba la criatura cuando escapaba.
Hacia donde su instinto la guiaba.
Hacia quien había sentido la noche anterior.

Sacó un viejo teléfono del cajón, uno que no usaba desde hacía años, y marcó un número de memoria.

—Soy yo —dijo apenas respondieron—.
—¿Te falló? —preguntó una voz ronca del otro lado.
—La contuve todo lo posible… pero se aferra a algo. A alguien.
—Entonces resolvelo. Ya sabés cómo termina si no lo hacés antes del anochecer.

Jacinto tragó saliva.

—Sí… lo sé.

Colgó.

Y salió del acuario rumbo al departamento de Alma.

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La criatura, mientras tanto, avanzaba por los drenajes de la ciudad con una facilidad espeluznante.
El agua la llevaba, la guiaba, la llamaba.

Cada tanto, emergía un ojo.
Un ojo que no era humano, pero tampoco completamente ajeno.

Y siempre miraba hacia arriba.

Como si buscara una ventana.
Un balcón.
Un nombre.

Alma.

---

Alma, sola en su departamento, cerró todas las ventanas, todas las cortinas y todas las puertas.

Pero el silencio…
el silencio vibraba.

Y el olor a agua salada volvió, suave, persistente.

Como un mensaje.

Un llamado.

O un reclamo.

Alma se abrazó el cuerpo.

—¿Qué sos…? —susurró.

La criatura, desde la alcantarilla frente al edificio, levantó la cabeza y parpadeó.

Como si hubiera escuchado.

Como si respondiera:

Tu destino.




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