Alma pasó toda la tarde dentro del departamento como si el piso fuera un bote a la deriva y ella apenas supiera nadar.
Encendía y apagaba luces.
Tomaba agua sin tener sed.
Caminaba de una habitación a otra sin razón, como si moverse evitara pensar.
Pero pensar era inevitable.
La huella en el pasillo.
El agua en la pileta.
La sombra bajo la alcantarilla.
Y esa presencia…
esa sensación de ser observada desde un lugar donde nadie debería caber.
El sol cayó lento, arrastrando un naranja cansado.
La noche se deslizó por la ventana sin pedir permiso.
Y Alma sintió que algo —una presión, un murmullo, un temblor interno— cambiaba en el aire.
Como si el agua del mundo estuviera conteniendo la respiración.
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En la calle, a pocos metros del edificio, Jacinto caminaba rápido, casi corriendo, con la respiración agitada y las manos temblorosas.
Sabía que estaba llegando tarde.
Sabía que la criatura era más fuerte al anochecer.
Y sabía, sobre todo, que Alma jamás estaría preparada para verla así.
—Por favor, por favor… —murmuraba—. Que no haya pasado todavía.
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Alma fue hasta la cocina con pasos cortos, tratando de convencerse de que era paranoia.
Tal vez sí se había olvidado la canilla.
Tal vez la huella tenía otra explicación.
Tal vez…
Pero justo cuando pasó frente a la pileta, el agua del caño hizo un sonido extraño.
Un tac metálico.
Como si algo hubiera golpeado desde dentro.
Alma se detuvo, con el corazón latiendo en las sienes.
Inclinó la cabeza.
Silencio.
Hasta que el agua del fregadero, completamente vacío, comenzó a moverse.
Solo un poquito.
Una vibración leve, un temblor circular.
Como si una gota invisible hubiera caído en el centro.
—No… no, por favor… —susurró.
Y entonces, lo vio.
Primero un brillo.
Luego una sombra.
Luego un ojo.
Un ojo enorme, plateado, pegado a la superficie del agua que no estaba ahí.
Un ojo que la estaba mirando desde…
desde ninguna parte.
Desde algún lugar entre la realidad y el reflejo.
Alma retrocedió tanto que chocó contra la pared, quedándose sin aire.
El ojo parpadeó.
La superficie se onduló.
Una mano membranosa emergió… solo hasta el borde del acero.
Los dedos largos se apoyaron en el borde del fregadero, como si quisieran salir.
Alma llevó las manos a la boca para no gritar.
La criatura no salió del todo.
Solo asomó lo suficiente como para que el agua se derramara hacia afuera, formando un pequeño charco a sus pies.
Un charco que avanzaba hacia ella.
Como si tuviera vida propia.
—¿Qué… qué querés? —susurró, temblando.
Y entonces, algo insólito ocurrió:
La criatura inclinó su cabeza dentro del agua imposible…
y dijo algo.
No fue palabra.
No del todo.
Fue un sonido, un murmullo que vibró en el aire como un canto de ballena comprimido en un suspiro humano.
Pero Alma lo entendió.
O creyó entenderlo.
Un nombre.
Su nombre.
Alma.
Ella apretó los ojos con fuerza.
Cuando los abrió otra vez, la criatura se hundió lentamente, desapareciendo como si nunca hubiese existido.
La pileta volvió a estar seca.
Completamente seca.
Alma cayó al piso, respirando entrecortado.
No sabía cuánto había pasado.
Un segundo.
Un minuto.
Una eternidad.
Solo sabía que ese ser la había buscado.
Y la había encontrado.
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Un golpe fuerte en la puerta la hizo saltar del susto.
—¡Alma! —era la voz de Jacinto, tensa, quebrada—. ¡Abrime, por favor!
Alma dudó.
No sabía si quería verlo.
No sabía si debía.
—¡Alma! —otro golpe, más fuerte—. ¡Es urgente!
Ella se acercó lentísimo, como si el aire fuera espeso.
Puso la mano en la manija.
—Jacinto… —dijo apenas, sin abrir—. ¿Qué está pasando?
El silencio del otro lado no la tranquilizó.
No era un silencio vacío.
Era un silencio cargado.
Dañado.
Finalmente, Jacinto habló:
—No abras.
—¿Qué…?
—No abras la puerta, Alma —repitió, y su voz vibró como si estuviera conteniendo un llanto o una rabia enorme—. Está acá. Está cerca. Y si abrís… te va a llevar.
Un golpe seco sonó detrás de Jacinto, en el pasillo.
Un golpe húmedo.
Un cuerpo golpeando el piso mojado.
—Jacinto —dijo Alma, con la voz rota—. ¿Qué está ahí?
Jacinto tragó saliva y dijo, con un temblor que Alma nunca le había escuchado:
—El agua no obedece a nadie esta noche, Alma. Ni siquiera a mí.
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Y entonces, algo raspó la puerta desde el otro lado.
Algo que sonaba…
a dedos.
A dedos buscando entrar.
A dedos que no eran humanos.
A dedos que conocían su nombre.