El sol poniente de otoño se derramaba por la gran ventana del estudio, no como un manto dorado, sino como un líquido ámbar y pesado, lleno de partículas de polvo que bailaban como insectos diminutos en un rayo de luz proyectado sobre el caos. Ese era el reino de Elara, un santuario de madera rayada y paredes manchadas de pintura, donde el olor agresivo del aguarrás se mezclaba con el dulzor del aceite de linaza y un fondo de sudor seco. En el centro de ese torbellino sensorial, ella estaba de pie, frente a un lienzo monumental que más bien parecía una ventana a un universo en agonía.
Elara no pintaba; ella extraía. Sus movimientos eran rápidos, casi espasmódicos, una extensión física del tormento interior que la consumía. Sus dedos, llenos de manchas de carbón y púrpura, empuñaban pinceles y espátulas como si fueran herramientas de un exorcismo. El lienzo era una tempestad congelada de gris plomo, carbón y un púrpura tan profundo que rozaba el negro. De esa oscuridad, emergían figuras humanoides, contorsionadas e indefinidas, como si hubieran sido moldeadas a partir del alquitrán primordial. No tenían bocas para gritar, pero sus cuerpos retorcidos gritaban por sí solos. Sus ojos eran meros vacíos, manchas pálidas y opacas que no reflejaban luz, solo la absorbían, invitando al observador a un abismo de desesperación.
Trabajaba en un trance, su propio cuerpo un reflejo de la obra. Cabellos oscuros enmarañados de pintura, ropas holgadas y sucias, y en sus ojos, un brillo de febril agotamiento. Cada pincelada era una carga y un alivio, una liberación de demonios que ella misma no se atrevía a nombrar.
Finalmente, con un último y decisivo movimiento, llenó el último de los ojos vacíos. Su brazo derecho cayó junto al cuerpo, pesado e inerte como si fuera de plomo. Un largo suspiro escapó de sus labios, un sonido ronco que rompió el silencio concentrado del estudio. Retrocedió un paso, dos, el pecho aún jadeante, el cuerpo temblando con la brusca caída de la adrenalina que la había sostenido durante horas. Por primera vez, veía la obra completa, no como fragmentos de color y forma, sino como una entidad única. Era su propia alma, proyectada en la áspera textura del lino, y la visión era a la vez aterradora y sublime.
Fue en ese instante de silencio poscreativo, cuando la mente comienza a reconectarse con el mundo mundano, que el teléfono vibró sobre la mesa de trabajo de madera, creando un zumbido agresivo que hizo estremecer a Elara. El lienzo pareció pulsar de reprobación. Dudó, con los ojos aún fijos en las figuras oscuras, antes de atender.
"¿Elara? ¡Habla Adrian, de la Galería Vertigo!" La voz del gerente era un huracán de energía artificial, tan disonante de la atmósfera del estudio como un circo en una catedral. "¡Querida, estamos absolutamente extasiados! Las fotos que enviaste… ¡es una energía visceral, cruda! La junta quedó maravillada. Es, sin duda, tu obra más poderosa."
Elara tardó un segundo en encontrar su propia voz, que salió baja y pastosa. "Gracias, Adrian. Me… alegra oír eso."
"¿Alegre? ¡Dios mío, deberías estar en éxtasis! Esta serie, 'Ecos del Vacío', va a revolucionar la escena. La gente no está preparada para esta… intensidad."
Mientras él disertaba sobre marketing, vernissages y críticos influyentes, la mente de Elara se alejó. Sus palabras sonaban como ruidos distantes, ecos de un planeta trivial del cual se había desconectado. Sus ojos permanecían fijos en el lienzo, en esa "intensidad" que Adrian celebraba tanto sin entender su origen sombrío y costoso. Murmuró "sí" y "claro" a intervalos mecánicos, hasta que la llamada llegó a su fin.
De nuevo sola, el silencio que siguió era diferente. Ahora cargado de una extraña vacuidad. Apagó las luces del estudio, y las figuras en el lienzo parecieron profundizarse en la oscuridad, sus ojos vacíos siguiéndola hasta la puerta.
La noche ya había envuelto la ciudad en sus brazos de neón y sombras cuando Elara llegó a su apartamento. El silencio allí era doméstico, pero no menos opresor. El agotamiento físico, en lugar de conducirla al sueño, le instaló una inquietud en los huesos. El insomnio era un compañero antiguo, más constante que cualquier amante. Acostada en la cama, el colchón parecía duro, las sábanas, ásperas. Cada ruido del edificio centenario se amplificaba en la agudización sensorial de la vigilia forzada: el crujido de una viga en el pasillo como un gemido largo, el susurro del viento fuera de la ventana… ¿o era un susurro de verdad, un arrastrar de pies justo allí, al otro lado de la puerta?
Apretó los ojos con fuerza, la frustración formando un nudo en su garganta. Con un movimiento habitual, tomó la pastilla de la mesilla de noche y la tragó con un sorbo de agua que pareció helado. Era su rendición, un ruego de olvido químico.
El sueño llegó, pero no como un manto de paz. Llegó como una emboscada.
Despertó de un salto, no por un ruido, sino por un silencio. Un vacío de sonido tan absoluto que parecía presionar sus tímpanos. Su cuerpo estaba anclado al colchón, pesado como una piedra, los miembros negándose a obedecer las órdenes desesperadas de su cerebro. La parálisis del sueño. La conocía, pero el horror nunca se volvía banal. Sus ojos, libres de la tiranía de los músculos paralizados, escudriñaban la oscuridad frenéticamente.
Y fue entonces cuando la oscuridad se movió.
En el rincón más profundo de la habitación, donde la sombra de la estantería se fundía con la penumbra de la pared, una forma comenzó a erguirse. Era más alta que un hombre, una columna de oscuridad absoluta que no reflejaba un solo fotón de luz. No tenía rostro, ni brazos discernibles, pero su presencia era una violación física de la realidad. El aire alrededor de la figura se enfrió drásticamente, una escarcha súbita que quemaba los pulmones de Elara con cada pequeño suspiro que lograba tomar. Y, aunque no había ojos, ella sentía una mirada. Un peso gélido y ancestral que se depositó sobre su pecho, aplastante, un foco de pura malevolencia que la atravesaba en la oscuridad.
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Editado: 14.10.2025