La mañana llegó no como un renacer, sino como la rendición del cuerpo. Elara despertó en el sofá, aún vestida, con el cuello rígido y un sabor a polvo y miedo seco en la boca. Las luces todavía estaban encendidas, ardiendo con una insistencia patética contra el persistente recuerdo de la escarcha negra en el pomo y de los susurros que habían resonado en su mente. Sin embargo, el pánico agudo de la noche se había agotado. En su lugar, quedaba una sensación hueca y pesada, una rabia fría e impotente que ardía más hondo que el miedo, como una brasa bajo las cenizas de su agotamiento.
Se levantó, los huesos crujiendo en protesta, y caminó hasta la ventana. Afuera, el mundo continuaba. Camioneros descargaban mercancías, niños reían camino a la escuela. La normalidad de la escena era un insulto. Ella estaba atrapada al otro lado de esa realidad, un animal enjaulado en un zoológico de sus propios terrores. La consulta del Dr. Evans, con sus paredes seguras y palabras suaves, parecía ahora un sueño lejano e ingenuo. Las palabras del susurro habían demostrado ser ciertas: "Él no puede ayudarte." La ayuda profesional era una curita puesta en una herida que sangraba almas.
La rabia burbujeó, subiendo de aquel lugar hueco dentro de ella. Ya no era un miedo ciego, sino una furia dirigida. Se giró desde la ventana, enfrentando la sala vacía, sus puños apretándose a los lados del suéter.
"¿Qué eres?" Su voz resonó en el silencio del apartamento, áspera y desafiante. Ya no era una petición de información; era una acusación.
La respuesta no llegó como un sonido, ni como un susurro. Fue una comprensión que se solidificó instantáneamente en su conciencia, tan clara e íntima como el recuerdo de su propio nombre. Era una presencia mental, un pensamiento invasor que se vistió con sus propias palabras. "Soy el eco de tu primer grito. Soy el frío que sentiste cuando, niña, te escondiste de tus padres en el armario oscuro, encerrada por fuera por un instante que duró una eternidad. Soy el vacío que siempre pintaste, la sombra que baila detrás de cada uno de tus pensamientos más luminosos. Soy lo que siempre ha estado aquí, Elara. Desde el principio."
Y entonces, un nombre surgió en su mente, no como un sonido oído, sino como una verdad arquetípica que siempre había existido, desenterrada ahora de su propia psique: Kael.
Un escalofrío diferente recorrió su espina dorsal. Ya no era solo terror. Era un reconocimiento profano. Un frenesí la invadió entonces, una energía eléctrica y desesperada. No huyó hacia el sofá. Corrió hacia el estudio.
La pantalla monumental la esperaba. Esta vez, no se acercó con temor. Era una determinación feroz, una decisión de enfrentar el abismo de frente. Si Kael era su sombra, ella lo pintaría. Le daría forma a su demonio. Sus pinceladas ya no eran espasmódicas, sino violentas y precisas. Ya no huía de la oscuridad; se sumergía en ella, canalizando toda su rabia, su miedo residual y aquella presencia mental que ahora tenía un nombre.
La imagen que emergió no fue un torbellino caótico. Era una figura definida, horriblemente clara. Kael. Era alto, de constitución esbelta y siniestra que sugería una elegancia sobrenatural. Sus rasgos eran afilados, tallados en un rostro de una palidez cadavérica. Vestía atuendos que parecían hechos de la noche misma, drapeados en formas imposibles. Pero eran los ojos lo que capturaban la atención. Donde debería haber color o pupila, solo había dos pozos de oscuridad absoluta, agujeros verticales en el tejido de la realidad que parecían absorber la luz, el color e incluso el aire del entorno. La pintura era aterradora, una imagen salida directamente de su pesadilla más íntima, pero poseía una belleza perversa e innegablemente magnética. Era la obra más poderosa que había creado.
"Magnífico," la voz de Kael susurró en su mente, y el tono era de genuina admiración, de orgullo posesivo. Aquel elogio, proveniente de esa fuente, fue la gota que colmó el vaso. La furia, que había sido canalizada hacia la creación, estalló en pura destrucción.
"¡Acabo contigo ahora!", gritó, su voz un rugido ronco. Su mano agarró un cutter de precisión que estaba sobre la mesa, la delgada hoja de metal centelleando bajo la luz del foco. Se lanzó hacia la tela, el brazo levantado para rasgar, para destruir aquel retrato de su tormento.
Inmediatamente, el estudio se oscureció. Las bombillas no se apagaron, pero la luz pareció ser absorbida, compactada, como si una niebla espesa de oscuridad hubiera sido liberada del propio suelo. De las sombras en las paredes, de los rincones más profundos detrás de los caballetes, emergieron cintas de una oscuridad sólida y gélida. Se movieron con la velocidad de serpientes, no como sombras proyectadas, sino como entidades físicas y conscientes. Se enroscaron alrededor de sus muñecas, su torso, sus piernas, alejándola de la tela con una fuerza irrebatible e inhumana. Era un abrazo violento y claustrofóbico, una constrictora hecha de puro frío y ausencia que la sofocaba, inmovilizando cada músculo. El aire escapó de sus pulmones en un suspiro ronco. Podía sentir el hielo penetrante de aquellos miembros de sombra a través de su ropa, una sensación que quemaba como un metal congelado. Duró solo unos segundos antes de que la oscuridad se disipara, dejándola caer de rodillas en el suelo frío de madera, jadeante, con el cutter rodando lejos de sus dedos impotentes.
Mientras luchaba por recuperar el aliento, un sollozo seco sacudiendo su cuerpo, su mirada fue atraída irresistiblemente de vuelta hacia la pintura. La figura de Kael parecía aún más vívida, los ojos de vacío absoluto pareciendo ahora contener un destello de triunfo. Y entonces, al observar aquella imagen que había nacido de su propio ser, Elara no sintió solo el miedo helado en el corazón, o la rabia impotente. Una nueva emoción, minúscula, traicionera e innegable, brotó en las profundidades de su alma.
Era una punta de fascinación.
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Editado: 14.10.2025