El tren que perdí por mirarte a los ojos

Aniceta y Miriam

La mañana despuntaba con una luz tímida, filtrándose a través de las ventanas como una caricia. Aniceta ajustó la capa negra al cuello mientras observaba a sus hijas, Julieta y Otilia, sentadas junto a los bultos que habían reunido en la entrada del piso. Eran pocas cosas: ropa, algo de comida, y algún recuerdo que alguna vez fue de su abuela.

Tocó a la puerta de Miriam con suavidad, casi rogando que la mañana disimulara su visita. La puerta se abrió al poco, como si la vecina hubiera estado esperando. Las miradas de ambas mujeres se cruzaron en silencio. No necesitaban palabras; todo estaba dicho ya, y lo que no lo estaba flotaba en el aire denso de esa mañana cargada de incertidumbre.

—Os vais, ¿verdad? —preguntó Miriam, aunque no era realmente una pregunta.

Aniceta asintió, procurando vencer las ganas de llorar. Sintió náuseas inesperadas subiendo a su boca. ¿Cómo se había podido llegar a esto? Apenas lo comprendía.

—A Portugal —dijo cuando fue capaz de hablar—. Allí podríamos estar seguras hasta que… —se interrumpió, tragándose las palabras. No quería decirlo. No quería nombrar la batalla que su marido, el ejército y el gobierno esperaban como inminente, como inevitable.

Miriam miró hacia los rostros de las adolescentes, quienes aguardaban mudas detrás de la madre. Se imaginó que debían de estar muertas de miedo, preguntándose qué sería de ellas más allá de los muros de la ciudad.

Llevaba viéndolas crecer los últimos años y ahora la vida también se las llevaba. Como a sus padres, como a sus alumnos. Su rostro mostró un conflicto interno que duró solo un instante antes de asentir con firmeza.

—Os acompañaré hasta el puente viejo —dijo. Era más una declaración que un ofrecimiento.

El camino hasta el puente fue un laberinto de calles semidesiertas y sombras alargadas por el sol naciente. Las pocas personas que se cruzaban por el camino lo hacían cabizbajas, cargadas con maletas y paquetes atados con cuerdas. Algunos miraban de reojo, desconfiados, mientras otros caminaban con un paso firme que apenas disfrazaba el miedo. En las esquinas, grupos de milicianos reían con una euforia impostada, golpeándose los muslos y jugando a lanzar cuchillos contra un poste. Su presencia era una señal de que, para algunos, quedarse no era una cuestión de valentía, sino de arrogancia ciega.

—Parece que hoy tampoco hará mucho calor —comentó Miriam, buscando algo mundano para llenar el silencio. Pero las palabras se deshicieron en el aire, incapaces de competir con la incertidumbre que dominaba sus pensamientos.

Julieta y Otilia caminaban juntas, sus brazos entrelazados. La mayor, Julieta, había adoptado una expresión estoica, como si la responsabilidad de proteger a su hermana menor le diera un propósito que no podía permitirse cuestionar. Las palabras de su padre rebotaban en su cabeza como una pelota de plástico, “tu deber es vivir”. ¿Qué quiso decir exactamente? ¿Acaso el deber de su padre era morir? ¿Qué tipo de entrega era esa? ¿Morir exactamente por qué? Si no fuera porque era su padre, al que tanto respetaba y quería, le habría gritado que morir por deber era algo estúpido. No tenía sentido.

Otilia, en cambio, miraba alrededor con ojos abiertos, absorbiendo la escena como si pudiera guardar cada detalle en su memoria. Pensaba en todos los peligros que aguardaban ahí fuera. Tenía miedo, mucho miedo. A pesar de la calidez de su hermana o la presencia de su madre, sentía un miedo profundo que no despegaba de su pecho.

A medida que avanzaban, la ciudad despertaba lentamente, pero con un aire de pesadilla. Una mujer mayor, vestida de negro, arrastraba un carrito lleno de pertenencias mientras susurraba oraciones entre dientes. Un hombre joven, con el rostro cubierto de hollín, cargaba una caja de madera que parecía contener herramientas. Cada quien parecía envuelto en su propia urgencia, intentando ignorar el zumbido lejano de una guerra que ya se sentía demasiado cercana.

Cuando llegaron al puente viejo, la escena era casi surrealista. La estructura, un arco de piedra desgastado por siglos de historia, se alzaba como un límite tangible entre dos mundos. Unos kilómetros más allá, Portugal ofrecía una promesa de refugio, aunque incierta. Detrás, la ciudad se cerraba sobre un futuro maldito.

Miriam se despidió lo más rápido que pudo, para no dar pie a que brotasen las lágrimas en sus vecinas. Anduvo unos pasos más con ellas y, sin decir más, se detuvo en la entrada del puente, observando a las tres mujeres mientras avanzaban. Su corazón latía con fuerza. Se sentía como una traidora al dejarlas ir solas, pero también sabía que su destino estaba ligado a la escuela, para bien o para mal.

Aniceta se volvió antes de cruzar del todo. Sus ojos se encontraron con los de Miriam, y en ese instante se dijeron todo lo que las palabras no podían. Un ánimo mudo, una despedida silenciosa, un deseo de que, algún día, se reencontrarían.

Miriam observó cómo desaparecían en la claridad de la mañana. El relieve de sus figuras sobre la piedra del puente se dibujó con hermosura y nostalgia hasta desvanecerse. Ella se quedó allí, bajo la Puerta de Palmas, contemplando la ciudad que se debatía entre la fuga y la lucha.

—¿Otra vez la guerra? —murmuró para sí misma, aunque no esperaba respuesta.

La brisa matutina le trajo un olor a humedad, a tierra prometiendo tormenta. Miró hacia el cielo, vacilante, la tormenta no vendría de las nubes. Esta vez, sería una tormenta de fuego, y las causantes serían las personas.




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