El Último Cigarrillo

1.

“Las personas intentarán darte lecciones de vida siempre que puedan, sin que se los pidas, porque eso les satisface y les hace sentirse buenas personas: Arreglar la vida de los demás ya que no pueden hacer nada por la suya”.

 

Mi viejo siempre me insistía en que debía dejar el cigarro, siempre que podía. Luego de que muriera me fumaba tres cajetillas diarias, ahora sólo tres cigarros, y poco a poco voy bajando la dosis porque quiero dejarlo; no porque mi padre me insistía en que ésta mierda era veneno, sino porque me parece que me cuesta respirar en ciertas ocasiones, pero tampoco lo quiero dejar, sólo para joder a los que me joden diciéndome que lo deje, con sus putos soliloquios moralistas de “vida sana” cuando ellos se fuman la Coca-Cola, el Burger King y la puta azúcar procesada como agua.

—En serio, o sea, ¿no puedes alejarte un poco?

—¿Te molesta? —Calo el cigarro con un gusto, exhalo hacia el lado contrario donde la chica está ubicada; el humo se pierde en la densidad de la neblina nocturna que ha descendido sobre la ciudad, la azotea de la cafetería tiene un letrero claro que dice: “AREA DE FUMADORES”.

—Obvio, sí.

—¡Ah!, ya, lo lamento. —Calo de nuevo. Sí, el letrero es obvio. Exhalo al extremo contrario y ella me mira unos segundos, alzando sus castañas cejas. Sí, está encabronada. Se ve muy sexy así, con la boca entreabierta por la indignación, es como una cara de sexo y ella no lo sabe. El pensamiento me hace sonreír, y calar.

—¿Es en serio? —pregunta ofendida—. ¿No piensas alejarte?

—¿Por qué? Yo llegué primero.

—¡Agh! —Me determina con un gesto de asco y coge su bolso, y se levanta de la mesa con mucha indignación—. ¡Qué asco!

Sí, qué asco. La miro alejarse sin impacientarme, calando con calma pero pensando que en verdad es un asco eso de los falsos pudores y las serviles complacencias, asco mencionarse como ejemplo a las circunstancias ajenas y altarizarse frente a una persona doliente, asco a las escenas que ese tipo de gente personifican para evitar ser ellos a quienes les dediquen un “qué asco” de reproche a sus fallas, a sus errores, a su humanidad; quieren ser perfectos.

Diez años atrás, en mi primer trabajo, ocurrió algo parecido. El gerente se presentó en aquella salita para entrevistas, con poco disimulo me examinó y se complació con mi disfraz de buen aspirante a esclavo salarial que desea entregar sus mejores años de vida, su salud, familia, estabilidad emocional y psicológica para obtener una remuneración abstracta en efectivo que no alcanza para ni existir de manera digna; y me dio el empleo.

—Felicidades, y bienvenido. —Su corbata estaba torcida, y mientras me estrechaba la mano, me fijé en que las bolsas debajo de sus ojos parecían escrotos, su piel destilaba un color amarillento poco sano y tenía una herida abierta que no sanaba, allí donde se le fue la mano al afeitarse. Éste se va a morir pronto, pensé.

En efecto, dos meses más tarde tuvo un alza de azúcar y cayó en coma, a la semana se murió, cumpliendo así con el ciclo existencial del servus mediocris asalarial. El subgerente escaló, pero siguiendo el patrón deduje que en unos dos años tendría un soplo en el corazón por ser un jodido tragón.

—Qué triste lo del jefe, ¿no?

Mauro era mi compañero de turno en la agencia de correo exprés. También era un adicto, como todos a algo, pero su adicción era de las que no son aceptadas en nuestra sociedad: heroína—. Y pensar que sólo tenía treinta y uno.

—Sí —respondí por responder—, qué mierda.

—Sí. —Parecía que allí iba a quedar todo, como todas nuestras conversaciones desde que nos conocimos: Él, nervioso, se rascaba los brazos; yo, respondía con oraciones cortas, un paquete tras otro; él hablaba otro poco, yo volvía a responder y así se iba el turno. Pero ese día Mauro tenía algo más qué decir—. ¿Me prestas dinero?

—¿Para qué? —distraído, una bolsa con documentos no traía la postal correcta, tenía que regresarla. Claro que yo sabía para qué quería el dinero, pero quería escuchar su mentira, era como si tuviera derecho a juzgarlo por los pinchazos en sus brazos.

—Mi hermanita necesita un nuevo medicamento. Pagan hasta el viernes —añadió.

—No sabía que tenías una hermana menor. —Pero no era una respuesta a su pregunta.

—Se llama Sasha, tiene ocho. Mi novia la cuida mientras trabajo. Tiene neumonía desde hace una semana, y anemia. —Yo meditaba en su hermanita, preguntándome si era verdad aquello, si debía creerle. También llenaba la ficha de la bolsa que regresaría—. Mi mamá se suicidó hace un año luego de que mi papá se fuera con una bailarina llamada Estrella. Yo tengo la tutela de Sasha, pero el dinero no alcanza —claro, te lo gastas en hero, pensé, deteniéndome a verlo—, y ya no sé qué hacer. Tengo turno nocturno en otro lado, vendo las cosas que ya no necesito y mi novia, Melisa, vende comida los fines de semana. ¡Por favor!, sólo cincuenta dólares, es todo lo que necesito. —Yo seguía en silencio, no sabía qué decir—. ¡Por favor! —Comenzó a llorar. A ese punto no supe qué hacer, estábamos solos en la bodega. Me saqué la cartera del pantalón y luego un billete de a cien.

—No tengo cambio.

—No importa —dijo, arrebatándome el billete—, te lo voy a devolver cuando me paguen.

El jueves, antes de que me pagara, lo encontraron muerto de una sobredosis en su apartamento. Ni novia tenía. Me sentí estúpido, no por haberle dado dinero, sino por haberle creído. Esos cien me sobraban, pero lo que no me sobraba era la fe en las personas.

El nuevo gerente, que se volvió un hijo de puta luego de ser el amigo de todos, mandó una corona de flores al funeral y me dijo que si quería ir que fuera y no habría problemas. Acepté. Lo que sea por salir de esa puta bodega en la que me fumaban a mí la vida.

En el funeral de Mauro estaban la mamá y el papá, llorando en el hombro del otro, parecían un matrimonio sólido, como el de mis viejos antes de que a ella la atropellara un camión y muriera al impacto; después de eso supongo que el matrimonio no era tan sólido. Como el gerente me sugirió –más fue una orden-, que entregara un mensaje de condolencias en nombre de la empresa. Así que me acomodé la corbata del disfraz de servus mediocris asalarial y me acerqué a ellos en un momento en que estaban solos.




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