“Aprobarán tu forma de vida deliberadamente, dando extrema importancia a sus voces y opiniones más que a tus circunstancias; aún si han interpretado mal tus palabras, creerán que su aprobación es lo que necesitas para vivir tu puta vida”.
El mesero trae el café negro, le agradezco. Miro el reloj y me molesto más porque llevo esperando casi veinte minutos. El mesero me pregunta si voy a pedir algo más, le contesto que no, que espero a alguien de la misma forma que esperé a la muerte una noche. El sabor del café es amargo, como ese sobrio momento.
El viejo se enteró de mi renuncia el último día del año, no porque yo le contara, sino porque me conocía demasiado bien como para saber que esas dos semanas no podían ser vacaciones de invierno en especial luego de un crucero gastos pagos de dos semanas.
—¿Entonces? —me dijo, mientras veíamos la repetición de un partido del mundial pasado.
—Entonces, ¿qué? —respondí seco. Así era nuestra relación desde la muerte de mi vieja. Nos reuníamos en la cena y comíamos en silencio en el comedor, al terminar yo lavaba los trastos y él hacía digestión viendo la TV, si era un buen show lo acompañaba. Apenas hablábamos. Era como si mi madre fuera lo único que teníamos en común y al morir ella, mi viejo y yo volvimos a ser dos extraños que vivían en la misma casa.
—¿Entonces, qué vas a hacer ahora que no tienes empleo?
—No sé —respondí sin sorprenderme de su adivinación—. Buscar otro.
—Estuviste dos años en la “Xpress”, con eso tienes para ir a otra buena empresa. Pero allá tú lo que quieras hacer, sólo recuerda que tengo mis citas mensuales y el medicamento.
—Entonces, ¿tengo que cagar el dinero?—espeté molesto, sintiéndome de cierta forma ofendido con mi padre por darme la sensación de que tengo que mantenerlo y que sólo eso le interesa de mí.
—Si puedes.
Su despreocupada respuesta me hizo girar a verle y lo encontré enjuto, de tez gris, hombros caídos y las cuencas devorando sus cenizos ojos; lucía viejo y enfermo y sentí compasión por él, el tipo de compasión que se siente por un extraño. Se me pasó el enojo y sólo quedó la resignación: Ese viejo enfermo me cuidó cuando yo sólo pedía, pedía y pedía sin dar nada. Pobrecito, tengo que cuidarlo yo a él. Le diagnosticaron cáncer de colon dos meses más tarde.
Había hecho un buen dinero en la “Xpress”, pero las medicinas eran caras y ya no contaba con el seguro, a eso tenía que sumarle las quimio. La plata no duraría demasiado y aunque ya había probado y desechado la vida como servus mediocris asalarial me pareció necesario desempolvar el disfraz y lanzarme ésta vez de forma consciente y voluntaria al hoyo de mierda del mundo laboral.
El viejo me veía ajustarme la corbata en el día de las entrevistas desde su sillón en la esquina de la sala de estar. Sus hundidos ojos me analizaban. Se levantó con dificultad y me anudó él mismo la corbata, sus dedos arrugados temblaban. Hacía mucho no lo veía desde tan de cerca y desde el funeral no lo tocaba más que para ayudarle, siempre con cuidado, como si fuese una pieza de cristal; pero en ese momento mi padre lucía como mi padre.
—Sé que no te gusta trabajar, a nadie le gusta, pero a gente como tú en especial le toca los huevos. Lo siento, pero así es esto, y a como yo lo veo tienes dos opciones: Trabajas hasta morirte de viejo, como yo, o haces algo para mandar todo a la mierda y no volver a trabajar para nadie más. Lo último que puedo hacer por ti es morirme rápido para no estorbar.
—No.
A pesar de nuestra insípida relación, pensar en su muerte me causaba molestia, como una piedrita en el zapato.
—Ya estás —dijo, ignorando mi objeción como cuando me mandaba a recoger los platos cuando niño y respondía de la misma forma, igual terminaba yo obedeciendo. Me dio una palmadita en la mejilla y se regresó a su sillón como quien regresa en el tiempo y vuelve a la ancianidad.
Me pasé el día, entero entre interrogatorios exhaustivos sobre mi estilo de vida actual y mi empleo anterior. El mayor reto era cuando me preguntaban por qué había renunciado a mi empleo anterior; pues ni modo que dijera que me había convertido en un hijo de puta y tenía miedo de morirme pronto, así que simplemente respondía de forma elaborada que no estaba explotando todo mi potencial y deseaba seguir con mi crecimiento personal y laboral. La peor respuesta que pude haber dado, porque luego de esto los entrevistadores sonreían y veían en mí el mejor tipo de servus mediocris asalarial, el que ama trabajar horas extras sin paga y sin quejarse.
Era un empresa de camarones ubicada cerca del puerto, así que todos los días tenía que lavar el traje para quitarle el olor a pescado, pero a mi padre le encantaban los camarones y le di gusto llevándole de los mejores. Creo que es lo más bonito que hice por él desde el funeral, recuerdo sus ojo brillar con alegría al verle llegar con la bolsa llena de camarones, hasta que le prohibieron los mariscos y fue como sí su muerte se apresurara con ésta decepción.