El Último Cigarrillo

3.1

“…y al mentir lastimarás a aquellos que escuchan tus mentiras y creen en ellas”.

 

El diplomado en gerencia duraba dos años, dos putos años. Comencé con esa jodida rutina de trabajo-escuela-iglesia con el mismo ánimo de quien madruga luego de una peda tremenda. Esa vida era como una resaca muy larga y cabrona.

¿Qué yo por mis propios medios lograría conseguir un sitio en esa universidad? Ni en mil años. ¿Qué yo alcanzaría un aumento de salario en tan poco tiempo? No, yo no me preocupaba por esas cosas, era un hombre del momento. Pero no así ellos.

Los tentáculos del reverendo estaban por todas partes, incluyendo mi vida; ¿cenas con empresarios?, allí iba yo como acompañante de ella; ¿seminarios y eventos de los “hombres de Dios”?, allí estaba interpretando mi papel y citando versículos como el que más; ¿necesitaba verme a la altura de sus expectativas?, ella me llevaba de compras a esas caras “boutiques” de prestigio. Por fin cambié el viejo cacharro de segunda que andaba para que la princesa no viajara más en una calabaza.

Pero ella era feliz. Si cualquiera la veía sonreír como lo hacía al ir de mi mano, les aseguro que harían lo posible por conservarla de ese modo. Eso hice yo, o eso intenté.

Llegué a conocer todos sus secretos, los momentos más ruines de su infancia y lo atrapada que estaba en esa vida de expectativas, la vi hablar en el pulpito y profesar una fe inmensa y luego, en la intimidad, confesar desdén a ciertos preceptos y contradicciones a las creencias. Era una lucha interna que solo yo conocía, pero respetando su fe ayudaba a sobrellevar mostrándole mi estilo de vida despreocupado y cínico. Éramos la pareja más perfecta a los ojos de quien miraba  y también cuando se apagaban las luces, entonces, ¿qué salió mal?

—Mi primo se casa este viernes, recuerda —dijo, mientras nos vestíamos luego “almorzar” juntos después del servicio.

—Ajá.

—Irás conmigo, ¿verdad —Me detuve, la verdad era que no quería ir, esas mierdas me parecían, me parecen, innecesarias y aparte de la barra libre no le veía nada de interesante. Pero, ¿qué podía hacer si era lo que se esperaba de mi?

—Claro.

—No, no quieres ir, entonces no vayas. Iré sola.

Allí íbamos otra vez.

—Sí quiero ir —respondí, abrochándome los botones de la camisa.

—Por favor, sé cuándo finges —no, no lo sabes aún—, no me engañas —¿segura?—. No quiere ir así que no te obligaré.

—Sabes que tengo que ir, tu padre…

—¡¿Mi padre?! ¿Por él haces todo esto? —espetó, arrebatándome el saco cuando intentaba ponérmelo. Así reclamaba atención total y yo debía obedecer al capitán—. Contéstame.

—Lo hago por ti —respondí—, para no perderte.

Tomé el saco y salí para esperarla en el auto, pero para mí algo había quedado claro: No bastaba con pretender frente a los demás, si         quería conservarla no podría ser transparente con ella tampoco. Me comprometí a ser el hombre más feliz del muncho frente a ella y frente a los demás.

Ella comenzó su universidad y yo a cumplir mi parte en ese juego de la pareja perfecta, pero con cada día que pasaba aumentaba mi miseria interior y el número de cigarrillos diarios. La llevaba a la facultad en la mañana y a la salida íbamos juntos a la iglesia, pese a lo difíciles que se volvieron los horarios siempre encontrábamos tiempo para coger: En el asiento de atrás, en un motel, en el baño de algún restaurante; los riesgos que corríamos eran grandes a veces, como en el confesionario. Creo que eso mantuvo mis fuerzas durante mucho tiempo. Ella estuvo presente cuando obtuve el diploma del curso, fue la única, pero no dejaba de pensar en mi viejo y en cómo tenía razón: El polvo más difícil de mi vida, pero también el más rico.

Con cada día que pasaba sentía que perdía algo de mí, era como un sacrificio que no me brindaba ningún placer; como la droga, perdía su efecto. Si sólo pudiera ser yo, pensaba, podría ser feliz con ella, pero le entrego algo que no soy, matando al yo de verdad para que ella sea feliz con este fantasma”. La amaba, sí, cómo la amaba; pero no podía seguir haciéndolo a mi costo.

La cité en el restaurante donde dos años atrás le pedí permiso a su padre para salir con ella; cenamos y fuimos a mi casa. Hicimos el amor y mientras la penetraba sentí una mezcla de placer y dolor intenso, el sabor de su piel y estar en su interior, no volver a probarla ni a sentirla, teniéndola y extrañándola al mismo tiempo. Ambos alcanzamos el clímax y yo lloré, en su hombro. Ella me acunó en su cuello hasta que dejé de hacerlo, y nos vestimos, iba seria en el auto, yo en silencio, de pronto comenzó a llorar. Me detuve a unas cuadras de su casa.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.