El Último Cigarrillo

7.

“He cambiado, y se siente bien. Lo mejor de todo es que no tengo que pedir disculpas por eso”.

 

Algo extraño ocurre cuando se encuentra uno mismo, y es que de pronto se siente que no se necesita a nadie más. Da miedo, sí, da miedo, porque se necesita de otros para vivir: Se necesita del hombre que recoge la basura los lunes, del funcionario público que entrega la factura mensual, de aquella mujer amargada que atiende en el super, incluso del puñetero presidente. Pero más que necesitar a los demás para obtener algo vital, uno se da cuenta que los necesitamos para obsequiar algo de nosotros: Tiempo y amor.

—Tenía razón —le dije al vagabundo a la tarde siguiente, aprovechando llevarle algo de comer para conversar con él—, el arte no existe. Intenté pintar un sueño y ya no sé ni qué es lo que parí: Arte o una ilusión. Ni la una ni la otra existe.

—Te lo dije.

Comía con copiosidad el estofado que yo no había probado la noche anterior. Sólo él debía saber cuándo fue la última vez que pudo haber tenido una comida tan abundante y caliente. De verdad que qué imbéciles somos al desperdiciar la comida.

—¿Puedo ver?

—¿Qué cosa? —Le pregunté, viendo las demás personas pasar e ignorarnos a ambos en el suelo.

—La pintura. —Asentí y volví al apartamento para traer el abstracto resultado de mi intento de pintura. Se lo mostré como quien entrega una mala nota a su madre, algo avergonzado. El señor vagabundo los examinó aún masticando su cena—. Es una mierda.

—Gracias, lo sé —respondí con indiferencia. Sentí unas ganas de tierra el cuadro a la calle para que la gente se parara en él, pero uno siente apego a las cosas, no porque nos hayan quedad bonitas o sean buenas, sino por el esfuerzo, porque sabemos que dimos lo mejor de nosotros para hacerlo.

—¿Quién te enseñó a pintar?

Youtube.

—Con razón. Agarra mi comida.

Se giró hacia su saco remendado donde cargaba sabrá qué cosas y sostuve el bol hasta que giró y me lo cambió por un libro. “Dibujo técnico y pintura”.

—Todo lo que necesitas saber de técnica. Si quieres, luego de que leas y practiques me traes el resultado y yo te doy mi opinión.

—Vale. ¿Qué quieres a cambio?

Claro, porque uno no puede ir por la vida recibiendo cosas sin esperar que le pidan algo a cambio. Así funciona éste mundo de mierda en el que todos debemos hacer para recibir en retorno algo que necesitamos, se le llama “banco de favores”, o algo así leí.

—¡¿Es que uno no puede ser un vago con dignidad, carajo?! —efusivo—. ¿No puede uno hacer una buena acción porque ya va la gente a creer que todo lo hace uno por interés?

—Entonces, ¿no quieres nada? —Sin alterarme.

—Claro que no, pero tampoco le diría que no a un plato de comida. —El señor vagabundo se encogió de hombros devolviéndome el bol vacío.

—¿Cómo te llamas? —Le pregunté.

—Facundo Maravilla, a servicio de Dios, o de usted, quien pague mejor.

“Facundo Maravilla”, mierda, el nombre más cabrón que se me pueda ocurrir para ligar. Facundo se volvió mi amigo más cercano. Kate no, Kate era algo más…

—Uno ni seda cuenta cuando envejece. Se está tranquilo viviendo entre reventones y la universidad y cuando de la nada, ¡puff!, se alegra uno de que el papel higiénico está en promoción.

—Freddy diría —respondí a su soliloquio mientras hacíamos la despensa de la semana—: “Te lo digo, bro, éstos capitalistas nos han cagado la vida con el horario de ocho a cinco. Nos chupan la vida y luego, luego nos alegramos por ello”. Ese Freddy… —reí.

—Saca nota sin hacer la tarea. —Cargó dos paquetes de cuatro rollos de papel y pasamos al siguiente pasillo, el de los cereales y repostería. Mirábamos las cajas para decidir el que llevaríamos, lo más seguro es que sería el de dieta; ella insistía en que estaba gorda y los agujeritos de la celulitis en sus piernas y glúteos la acomplejaban, yo hacía mi mejor esfuerzo por hacerle entender que no me importaba, es más, me encantaban esos kilos de más que ensanchaban sus pechos y caderas. Pero las mujeres son mujeres. En ese momento no pensaba en celulitis o dietas, sino en mi amigo, en qué estaría haciendo, dónde estaría, solo quizá, comiendo, durmiendo, escribiendo… Freddy, Freddy, Freddy…

—Sé lo que piensas, cabecita de coco. —Kate picó mi frente con su dedo, situándose frente a mí en el pasillo.

—¿Ah, sí? —La abracé de la cintura para acercarla a mí.

—Sí. Primero, estás pensando en que llevaremos el de dieta porque quiero bajar de peso, y sí, lo llevaremos. —Esa mierda sabe a cartón, es pura fibra, pensé, pero sólo rodé mis ojos como protesta—. A ti también te hace falta, por cierto. —¡¿Yo?!, ¡¿gordo?! Cuando estaba a un pelo de calvo por quejarme me tapó la boca con un dedo—. Segundo, estás pensando en Fred. Ya sé que lo extrañas, que luego de tu padre y esa chica de la que hablas, él era lo único que tenías y ahora resulta que tampoco es tuyo. Pero así es la vida, mi amor, las personas vienen y van, y tú debes fluir como el río y seguir la corriente, debes salir de esa depresión.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.