El Último Cigarrillo

1.

“Tengo que detenerte, perdón, de verdad, porque debes saber que no soy lo que crees. Y es que a veces tengo tanto miedo que lo único que puedo hacer es fingir que soy valiente con la esperanza de volver a sentirme así, de mentirme a mí mismo hasta creer que soy esa persona”.

 

Como cuando te zambulles en una laguna y el tiempo allí abajo cambia, la luz se descompone y una barrera filtra los sonidos del exterior, así me llena un recuerdo de mi infancia que, ahora que puedo notar, direccionó mi vida hasta éste punto.

Me siento extraño, porque en esa fracción de segundo en la dura el recuerdo vuelvo a tener seis años, en un salón colorido y letras y números con formas de animales pegados en las paredes, sin embargo, me sigo sintiendo yo: Aislado, silencioso, concentrado en lo que la señora frente al pizarrón intenta decir a los otros niños. Así era yo, así soy.

La neblina de los recuerdos avanza en el tiempo hasta el momento en que la bonita maestra se acerca al silencioso niño que soy y le ayuda a sacar la caja de pintura para dedos de su mochilita, me sonríe, recuerdo su sonrisa. La cartulina en mi mesa es blanca, pero luego de tomar un poco de color y luego otro, y luego otro, mezclándolos y aplicándolos… Lo olvido, olvido dónde estoy, quien soy y mi edad; en ese pequeño lapso de tiempo soy un niño feliz.

Como el despertar de un sueño plácido, renovado y de buen humor, llenando mis pulmones con una bocanada de aire limpio, así es salir de recuerdo de mi subconsciente al momento en que vuelvo a reencontrarme conmigo mismo al otro lado de la calle. Veo a la pequeña niña, y por su mirada puedo saber que se siente como yo. No podría explicarlo, pero sé que es así. Encuentro mis ojos con los de su madre y, como lo esperaba, palidece.

—¿Mami? —escucho que la niña le pregunta, halando su mano al notarla petrificada.

En una banqueta, un cigarrillo cae al suelo y se consume a sí mismo ya que su dueño, ante su estupefacción, lo ha dejado caer. Mis pasos me llevan a ella. Ellas. De cerca se nota incluso más hermosa, ha dejado atrás el brillo de inocencia en su mirada para dar paso a una sombra de madurez y firmeza. Eso me basta para saber que no es la misma, así como yo no soy aquel de hace seis años.

—Hola, Celeste.

Por un momento creo que llorará, ya que sus espejuelos avellana se cuajan y su labio inferior se contrae, empero, en un tris, inhala orgullo y firmeza.

—¿Qué haces aquí? —ruda, con el cejo contraído mientras la nena está igual. Así lucen idénticas.

—Regresé.

Mi declaración causa en ella un súbito sonrojo y veo que por sus ojos cruza un pensamiento aunque no pueda saber qué. Se compone de inmediato, alzando la barbilla con orgullo. Nunca la había visto hacer ese gesto altivo, ni ser tan grosera ni… Idealizar, el error de los que amamos.

—Qué lamentable, creí que esta ciudad no te calzaba.

—¿Quién es él, mami? —Tu papá, pienso en responder a la niña que no aparta su malhumorada mirada de la mía, como acusándome del repentino mal humor de su madre.

—Nadie, corazón —suaviza su voz—. Vamos.

Pasa de mi con su hija de la mano, la pequeña no despega su mirada crucificadora hasta que la nuca no le da para más. El repiqueteo de sus botas y el vaivén de su trasero hermoso, torneado en ese par de pantalones me hipnotiza de tal forma que no me permite reaccionar sino hasta el momento en que han tomado un taxi y se pierden en el suburbio.

 

 Cada vez que regreso a casa me recibe un silencio mórbido y profundo, ese que te hace dudar de si lo que estás haciendo es lo correcto. Silencio, silencio, silencio…, interrumpido únicamente por uno que otro recuerdo fugaz de la vida cuando era ruidosa, popular y perpetua.

Ahora me veo como un casero que olvidó lo que era y cuyos inquilinos se marcharon hace mucho, dejándolo con una sensación de abandono. ¿Soy importante para alguien?, me preguntaba antes, ¿habrá una persona allí afuera preguntándose por mí, sin saber de mi existencia?, ¿será la vida de nuevo ruidosa, popular y perpetua?

La mirada de esa niña ésta tarde me hizo sentir que era posible devolver el sentido a mi vida, porque vi en sus ojos que era en ella en quien pensaba cuando contemplaba el cielo y me preguntaba si había alguien más para mí; ese alguien era mi hija.

Con la cena servida por mis propias manos frente a mí, experimento el fatalista vacío existencial y el rompimiento al darme cuenta que he perdido los primeros cinco o seis años de la vida de mi primogénita, y esto no es algo que se pueda remediar con unas cuantas pinceladas.

La determinación inunda mis venas cuando entro con discreción al templo y me siento en una de las últimas bancas, en éste momento soy ese personaje al que todos miran por sobre el hombro, ese al que muchos ven y piensan: “Debe tener mucha culpa y remordimiento para estar tan lejos de Dios”; aquí, sentado en la banca de los pecadores, de los que se han equivocado, el banquillos de los homosexuales, las proxenetas y divorciados, que se “arrepienten” pero no son capaces de “cambiar sus vidas”, a la espera junto a las jóvenes madres solteras y aquellas que cometieron el error de renunciar a la maternidad y ahora pagan por ello; aquí estoy, mirando con ansias hacia el frente, al altar, buscándola a ella, que siempre ha tenido reservado su asiento entre los fieles, los guerreros y los servidores dignos, los que se “equivocan” pero porque es “el plan”, son perdonados tras hacer sonar el bolígrafo y la chequera, porque arrepentirse es suficiente para enmendar los errores de una vida; pero ella no está allí tampoco.




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