El Último Cigarrillo

2.

“Me cansé de disculparme por no disfrutar la vida de ocho a cinco, me cansé de disculparme por querer más para mi vida; me cansé y ahora sólo pienso en hacer lo necesario para convertirme en la persona que imagino que soy, mas el camino es difícil y accidentado, y siento que desfallezco: ¿Podré lograr el éxito?”

 

Freddy me recomienda paciencia, cree que no debo ni puedo pretender irrumpir en sus vidas como si nada de lo que ocurrió nos afectó a ambos. Tiene razón, por eso he decidido esperar un par de días para intentar orquestar un encuentro. En el transcurso, malvivo haciendo reparaciones en la casa del viejo, pintando horas extras y esperando buenas noticias de la galería.

Necesitas tener paciencia, ya llegará tu oportunidad, me digo, pero cómo tener paciencia cuando siento que mi vida es una mierda obelística, estancada en un punto inservible entre lo que quiero hacer y lo que hago, cómo tener paciencia cuando mi trabajo no recibe el reconocimiento que creo que se merece, la apreciación que mi esfuerzo debería obtener, cómo esperar estoico si otros con un mínimo de esfuerzo, con menos talento, sin siquiera desearlo, si siquiera intentarlo, triunfan y obtienen lo que yo tanto anhelo.

Tal vez ese es el problema: Lo deseo demasiado, lo deseo tanto que me consume mi propia pasión. O quizá es que no soy suficiente, podré quererlo y trabajar por ello pero soy insignificante y menos de lo que creo ser.

Tengo miedo, temo el no lograrlo, el errarme al escoger esta vida en la que apuesto todo por el todo. Por eso es lo que he hecho, apostar una vida ordinaria, estable y segura dentro del sistema, apostar mi uno de entre millones por un deseo, un sueño que es casi imposible que se vuelva realidad.

He decidido hacer un autorretrato, pero no quiero pintar lo que veo, porque no me gusta lo que dice el reflejo de mí, sino de lo que quiero ser, para recordarme que aún falta mucho trabajo para lograrlo. El resultado me inquiera, me estremece porque no reconozco al hombre que me mira con esos extraños, estoicos y regios ojos; me estremece porque no sé si podré lograrlo.

Freddy dijo que para él, el éxito era ser feliz con su vida, pero ahora me doy cuenta que mi éxito está en las metas cumplidas, en tachar de la lista las cosas que quiero hacer y dormir tranquilo al menos por una noche sabiendo que estoy más cerca de ser el hombre del autorretrato. El problema es que por cada objetivo que cumple dos más son escritos al final de la lista, y no sé si sea yo un ambicioso, un estúpido perfeccionista obsesionado con ser mejor, o si soy un hombre de planes anchos y pies grandes para forjar caminos.

De cualquier mono, no logro ser feliz conmigo mismo, no logro ni lograré ser exitoso como Freddy. ¿Estaré condenado a la amargura del fracaso?, ¿estaré frustrado mi vida entera como los millones de allí afuera que viven con un talento que no será reconocido nunca?

Luego de horas llorando como hombre frente al caballete de mi autorretrato del futuro, el sonido del teléfono fijo en la cocina me llama de regreso a la realidad…

—¿Diga?... Sí, soy yo… ¿Ajá? ¡¿Maravilla?! ¡¿Facu?! ¡¿Eres tú?! ¡¿Cómo…?!

Una pequeña lucecita de dicha me abriga cuando escucho la estridente y gesticulante voz de Facundo en el teléfono, contándome que está en la ciudad visitando a la esposa de su mentor y amigo, la señora Esposito, quien le habló de mí. Quedamos de vernos en mi casa por razones que no puedo explicar por teléfono, así que me muevo para comenzar una faena de limpieza.

Limpio los suelos, quito los periódicos con los que pretendía proteger el piso de la pintura. Las paredes recién pintadas ya están secas así que descubro los muebles, los acomodo, medio sacudo y corro a la cocina para lavar la pila de trastos y desechar las cajas y latas a la basura; escondo las herramientas y paso unas dos horas cortando el césped. Aunque sé que Facundo no lo sabrá, pongo la lavadora mientras me ducho.

No sé por qué siento la necesidad de arreglarme la barba, peinarme y vestirme bien, me siento como si fuese a una cita. Me rio en el espero al pensar en ello.

Finalmente, y sólo al notar la usencia de comida decente que mi vida de soltero ermitaño ha dejado, corro al mini-súper de la esquina que alguien tuvo la gentileza de abrir en mis años de ausencia, ahorrándonos a muchos el viaje al centro para comprar un cartón de leche.

Mi visita llega, y me siento como un adolescente con su primera novia. Facundo Maravilla está frente a mi puerta, vestido con un traje plomizo, camisa blanca y corbata roja con un pañuelo del mismo color alojado en su pecho, la barba recortada y el cabello bien engomado, parece uno de esos Sugar Daddy. Lástima que no soy mujer.

—Maravilla —sacudo, estirando mi mano.

—Van Gogh —responde, tomando mi mano y estrechándola como hombre. Un Rolex se descubre en su muñeca y gemelos de plata en las mangas, me abraza y lo invito a pasar.

—Así que aquí estamos, muchacho —dice, aceptando un vaso con agua.

—Nadie lo hubiera imaginado, Facundo, que todo este tiempo hubieses sido tú.




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