El Último Cigarrillo

3.

“Un actor, es lo que soy. Siento que vivo este momento del conjunto de momentos que es la vida como quien interpreta un papel, como quien cumple un requisito para entrar en un concurso; ¿el premio? Dos metros de tierra”.

 

Cuando el director de la galería me notifica que expondré en la décimo quinta exposición de arte contemporánea de la Escuela de Bellas Artes, sé que Facundo está detrás de ello. “Tendras que usar ropa de etiqueta, ser puntual, sonreír y hablar con las personas sobre tu trabajo”, explicó por celular. “Te voy a dar estadía en mi casa para que no gastes en hotel, no te preocupes, chico”. Es un alivio porque las notificaciones de facturas vencidas y cheques sobregirados no darán tregua. “Sábado a las 5:30pm, chico, no lo olvides”:

No tengo nada decente para la ocasión, recalco cuando observo con determinación el armario con los despojos de mi traje de servus mediocris asalarial que ha pasado por la Xpress, la camaronera, dos funerales y la función de hijo de Cristo. Extrañado al recordar el momento de reencontrarme con mi viejo me dirijo a su vieja habitación para abrir las cajas con sus cosas y encontrar el mismo traje plomizo de tres botones con el que lo vi en mis memorias. Decido probarlo, y para mi sorpresa, me calza; luzco igual que él en la fotografía de mi bautismo. Un sastre lo termina de ajustar sin mucho gasto.

Es extraño, cuando llega el momento en donde te ves en el espejo y te das cuenta que te estás convirtiendo en tu padre, y aunque ame a i viejo, a mi manera, no quiero ser como él. No quiero ser un padre extraño para mi hija, no quiero verla sólo un par de horas por las noches y los domingos contentarme con gestar a su lado, no quiero ser un desconocido para ella ni que discuta conmigo durante largos silencios por cosas que no hemos dicho y hecho; no quiero ser como mi padre.

He elegido un oso de peluche color avellana, como los ojos de su madre, pero luego reparo en que no tiene sentido obsequiarle a mi hija un ojo de felpa cuando lo que le gustan son los animales, no los peluches.

Con el cambio de obsequio me dirijo a la dirección de la señora Esposito en autobús, cuando la situación mejore podré comprarme un auto nuevo, mientras, la plata de la venta del viejo andador me servirá para cubrir gastos. La anciana me ve llegar y abre la puerta para mí, sumergiéndome en su casa que se ha convertido en Tierra de Nadie para negociar la paz, encuentro allí a la pequeña en el suelo usando un short deportivo amarillo y su camiseta escolar, los tenis blancos y altas coletas, curioso noto los raspones y moretes en sus rodillas, la ropa increíblemente sucia y el entusiasmo que pone en observar a una de las gallinas de la señora Esposito picoteando la alfombra.

—Cariño. —Celeste la llama y ella alza su cabeza, me mira y da un paso atrás.

—El loco —murmura en el oído de su madre, pero todos somos capaces de escucharla. Me arrodillo frente a ella.

—Hola, Itamari. Soy un amigo de tu mamá, ¿me recuerdas?

—El loco —espeta la niña, volviendo a ignorarme para tomar la gallina en la alfombra, sentarse y abrazarla con arrullos; la gallina se deja hacer.

—Te traje un obsequio. —Sus ojos brillan en mi dirección, mas luego, reticente, vuelve a pretender que no estoy. Celeste a un lago no interviene—. Pensé que te gustarían las hormigas.

De la caja saco el hormiguero vertical con sumo cuidado, sus ojitos brillan y se acerca de inmediato dejando a la gallina en sana libertad, ésta busca su camino hacia el patio trasero con sus correligionarias. El hormiguero queda en la mesita central, ella se queda estática viendo a los insectos recorrer los caminos que ellas mismas han trazado, yo la observo a ella a través del cristal, nuestros ojos se encuentran y mi corazón da un vuelco sólo con esa mirada.

—Son pequeñitas —dice—. Quisiera ser pequeñita como ellas y vivir en una casa de tierra.

—Si lo piensas bien, eres una hormiga pequeñita que vive en una casa de grande de tierra.

Ella se endereza, mutilándome con sus ojos grises, gira de presto hacia su madre, sacudiendo sus dos coletas.

—¿Puedo quedármelas, mami?

—¿Cómo las vas a cuidar, Ita?

—Traje todo lo necesario —interrumpo, de la amplica caja saco lso profuctos que pedí en línea, incluyendo un manual corto para el cuidado de las Messor Barbarus. La niña vuelve a ver a su madre y ella me fulmina antes de responder que sí.

—¡Genial! —exclama ella, tomando el manual ilustrado y corriendo al patio trasero—. ¡Margarita, Margarita, tenemos hormigas para jugar!

—Margarita es la gallina —explica Celeste con un gesto de desagrado en su rostro cada que me habla, y sus brazos cruzados.

—Iré a ver a la niña. —Buena idea, señora Esposito.

—¿Cuál es tu intención, eh? De verdad, ¿qué esperas obtener de esto? —Cada palabra que me dirige está cargada con resentimiento y desconfianza.

—Nada, quiero ser un buen padre, y un buen amigo apra ella.

—Entre nosotros no hay nada.

—No. —Manteniendo la cama, a pesar de su tono cargado de amenaza y la lenta destrucción de mis vanas esperanzas en recuperarla.




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