El Último Cigarrillo

4.

“Lo intentamos tanto y tan fuerte que nos sangra el alma, que agitamos nuestra paz para lograr ¿qué?, complacerlos aunque juramos no hacerlo, ¿qué?, cumplir las expectativas aunque sabemos que nunca lo haremos, ¿qué?, sentirnos útiles cuando los traumas del pasado no han sanado, ¿qué?, ¡¿qué?! ¿Por qué lo hacemos? Sabemos por qué aunque no queramos decirlo, porque juramos que no mendigaríamos amor y, míranos, sangrándonos el alma…”

 

—Creo que usaré tu vida para un libro, ¿te molesta?

—Sólo si me dejas mal parado —respondo con una sonrisa hacia aquella pantalla que atrapa a mi mejor amigo y no lo deja estar más cerca de mí—. Ya en serio, siempre has sido el más sabio de los dos y hoy iré por mi hija a la escuela por primera vez, ¿algún consejo?

—Soy un soltero homosexual que vive sus días carpe diem, no soy el más adecuado para darte un consejo pero… Te lo digo, bro, tu hija es como tú, es un espíritu dentro de un cuerpo, no será muy difícil conectarte con ella. ¿Entiendes?

—Sí, entiendo. —Por primera vez lo hago—. La primera vez que la vi sentí que me veía a mí en el espejo cuando era un niño, y cuando escuché sus conflictos, esos razonamientos discordes con su edad y todas sus aparentes rebeldías, la entendí más que nadie porque no es su culpa que los demás seamos amoldados a los estereotipos de mujeres y hombres, suprimiendo nuestros cuestionamientos a lo que en verdad creemos.

—No quieres que sea un niña reprimida, como tú.

Asiento.

—O como su madre.

—Hermano, ¿en qué momento te volviste tan adulto?

—Cuando supe que debía ser el padre para alguien más, en ese momento crecí y me volví hombre.

—¡Joder! —exclama, haciéndome reír—. No sabes cómo me ponía esa tu sonrisa.

—¿Qué ya no te gusto? —siguiendo la broma.

—Fue algo pasajero, ahora somos familia, aunque no dejas de verte hermoso con esos kilitos de más.

—¡Que no estoy gordo! —Entre fastidio y risa porque es la tercera persona que me lo hace ver—. Katerina me lo decía bastante.

—Hablando de ella… —Teclea algo en su iPhone y me muestra, a la cámara, una imagen—. Se casó.

Sonrío, adivinando la elegante fotografía de bosa de una mujer a la que amé y a la que otro hombre amará por el resto de sus vidas. Yo pude ser ese hombre.

—Me alegro por ella, se lo merece.

—Claro, siempre fue genial y la más lista de los tres.

—Más lista que tú, sí.

—¡Jódete! —ríe—. ¡Oye!, tengo un grave problema, ayúdame a elegir: Quiero comprar un depa aquí, pero tengo la oferta de una preciosa casa y no sé qué elegir.

¡Carajo!, no contengo la pequeña risa que brota de la ironía, porque el “grave problema” de éste tipo es decidir entre comprar un depa o una casa, y yo aquí quebrándome la cabeza para ver cómo pagar la factura de la energía y la manutención de mi hija.

—¿Qué es tan gracioso? —La sonrisa de Freddy ya no es tan natural, sino de confusión.

—Nada, Fred, es que… ¿Tu grave problema es ese?, ¿en serio?

Olvida por completo el buen ánimo con mi comentario, sí que la cagué porque la tonalidad de sus irises cambia y muerde su labio para contener el enojo.

—Ahora es que todos debemos tener, mínimo, un hijo qué mantener, no sé cuántos miles en deudas, un matrimonio inestable, a un jefe en la nuca jodiéndonos fuera de las horas laborales; o, esto es mejor, haber sobrevivido abuso, ser víctima de violencia o conocer el hambre por más de dos días y carecer de agua potable para que nuestros putos problemas de mierda sean “importantes”.

»¡No me jodas! Tampoco digo que mi vida es una mierda, pero tampoco tengo que ir cagándola tomando decisiones estúpidas como los demás para que mi puta vea, ¡mía!, pueda ser consideración de “problemas”.

—Vale, lo siento, Freddy, no quise…

—No, ya sé que no —interrumpe—, pero igual lo hiciste. Suerte con tu hija hoy, hablamos otro día cuando se me pase mi emputada.

La videollamada se termina, observando el fondo de pantalla nada más: El típico logo de Windows. ¡Qué mierda!

 

Nunca me sentí de ésta manera. La forma en mis manos tiemblan y sudan son una señal de que ésta mujer es importante en mi vida y que ésta primera vez será especial, la primera vez que iré por mi hija a la escuela.

La veo salir tras la campana, y como su madre lo prometió, trae el uniforme sucio y la coleta deshecha. Siguiendo la indicación número uno de Celeste, la saludo con una sonrisa, apoyado en una rodilla. Como era de esperarse, me mira con un gesto molesto, pese a que su madre la terapió y le dijo que yo iría a por ella. Aún no sabe que soy su padre.




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