El Último Cigarrillo

5.

“Seguir intentándolo es difícil cuando la envidia nos clava la duda: ¿Seré suficiente?, debería renunciar porque ellos lo hacen mejor?, ¿debería renunciar a mi propia esencia para alcanzar el éxito, como ellos? Seguir intentándolo se vuelve difícil cuando empezamos a intentar llenar sus expectativas y nos olvidamos de quién somos y qué es lo que queríamos en un principio”.

 

No me agrada, para nada, que mister Salamandra haya aportado dinero para el cumpleaños de mi hija, no me agrada que le haya obsequiado un automóvil de safari para sus barbies y ella haya dejado mis CD’s de Steven Irwin, “El cazador de cocodrilos”; pero claro, debí prever que si no tenían DVD no podría verlo. Me siento un imbécil.

—Eres un imbécil —me dice Freddy en una llamada por Whatsapp para evitar el cobro internacional hasta el Perú—, pero por compararte con alguien más. ¿Qué sabes tú si el tipo debe miles más en impuestos o si en secreto es un depravado?

—¡Joder, Freddy! Es el profesor de mi hija, no me digas esas cosas. Además, eres el último que siempre juzga sin saber.

—Va, va, tienes razón, bro, lo siento, pero es para que hagas una idea y dejes de compararte, dejes de intentar ser alguien más. Concéntrate en ser el mejor padre y el mejor amigo, ¿estamos?

—Sí, estamos.

—Pero sí, lo recalco, eres un idiota.

—Oye, siento que eso ya no va por lo de Salamandra.

—No —admite con descaro—, eso fue porque aún estoy resentido contigo.

Perdonar, la base de toda relación humana. Freddy tiene tanto amor, tanto perdón en su interior que es incapaz de odiar eternamente, y si lo hace, a quien odia y a quien no perdona es a sí mismo.

—Conocí a un chico —comienza, por su tono de voz sé que está vulnerable y sonrojado, quizá mordiendo su labio—, es un par de años menor. Tiene un rostro divino, mandíbula cuadrada, barba de tres días, ojos negros y siempre va formal. Un bombón, algo rellenito, luce mayor que yo.

—Suena bien, casi casi me describes a mí —sonrío, alegre de que mi amigo se esté enamorando y tenga la oportunidad de ser feliz, de no estar solo.

—No me había fijado, supongo que aún no te he superado. —También ríe en la línea, luego suspira y yo callo, porque sé que hay algo de verdad en esa premisa—. En fin, no sé si es gay, pero me encanta escucharlo hablar cuando el equipo está reunido, la forma en que me mira y, no sé, me gusta mucho.

—¿Has hablado con él?

—No. Bue, que sí, pero sólo temas laborales, es el diseñador. Te lo digo, me pongo mal cuando me habla y no soy capaz de formular ni una pregunta coherente.

—Sí que te gusta.

—Lo sé, estoy jodido.

—Sí —alargando la sílaba, él pensando en su chico, yo en mi Celeste y en Itamari—, uno se enamora y ya está, es la muerte del “yo”.

—¿Puedo usarlo en un libro?

—Que sí —rio—, tienes los derechos de autor de todo lo que diga o lo que ocurra en mi vida.

—Y no tengo que darte regalías.

—Con tu amistad me basta.

—Claro, no hay otro idiota que te tolere. —Sí, Freddy no cambia.

—Oiga —interrumpe le mesero—, ¿va a pedir algo o sólo va a robarme el Wi-Fi?

—Freddy, me tengo que ir.

Cuelgo con prisa la llamada y me disculpo con la dueña del café por pretender que miraba el menú por quince minutos, pero uno es pobre y ve cómo se las arregla para salir adelante.

Llego a casa de la señora Esposito algo meditabundo, desde la valla se puede oler el pie de manzana y canela que prometió y ahora hace a Itamari como “post-cumpleaños”. La risa de mi hija se escucha en el pórtico, toco la puerta un par de veces y entro; la veo pintando en la mesita de centro con los tres gatos y la gallina gestando a su alrededor, crayolas, marcadores y lápices de colores divididos en sus cajitas especiales con las marcas: “Crayones de Ita”, “Lápices de Ita” y “Marcadores de Ita”.

—Hola —me dice, más acostumbrada a mi presencia. Deja un lápiz y se pone en pie para tomar uno de sus dibujos, plantándose frente a mi camino con él en manos—. La señora Esposito dijo que tu dibujabas, ¿es verdad? —Asiento, dejándome caer en el sofá, ella me extiende el dibujo—. ¿Cómo se dibuja una gallina? —Tomo el crayón café y el dibujo de una pseudogranja, pero ella al ver que realizo el primer trazo me arrebata el crayón, la hoja y compone un soneto de ira en sus gestos—. ¡No! ¡Enséñame a hacerlo!

—Está bien, dame una hoja limpia. No podemos hacer bocetos sobre tu obra.

De buena gana se sienta a mi lado y con atención escucha mi cátedra de “Cómo dibujar Margaritas” para principiantes, reproduciendo en una hoja parte sus bocetos una y otra vez.




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