El Último Cigarrillo

9.

“Eligiendo la forma en que vivimos, elegimos la forma en que moriremos; elige vivir con amor para que vivas eternamente a través de él”.

 

“Parece una estupidez todo esto de crecer y vivir sólo para envejecer y morir, pero al final si se vive con pasión y amor toda la mierda por la que pasamos nos parecerá la coda más asombrosa del mundo y daremos la vida para volver a nacer, para volver a vivir, para volver a amar”.

—Maldito hijo de puta —mascullo, cerrando la gruesa tapa del libro con una sonrisa de satisfacción, me faltan unos diez capítulos para terminarlo pero sé que Freddy ha hecho un trabajo excelente y ya se ha convertido en uno de mis favoritos.

—No puedes decir groserías enfrente de yo, abuelito. —Al decender la mirada encuentro mi espejo: Esos ojos grises sonriéndome con la dulzura que ni su madre ni yo poseemos. No puedo evitar preguntarme dónde habrá salido tanta belleza y tanto amor—. Pero mamá también dice groserías y yo la corrijo, no te sientas mal.

Tanta ternura lo puede matar a uno. La casa en la que yo crecí se impregna con sus juegos y sus risas, las paredes que fueron testigos de mis desventuras y aventuras ahora gimen con asombro ante su inocencia, y miro cómo su historia comienza mientras la mía termina, sintiéndola como nunca sentí a nadie. Es verdad lo que dicen, que los nietos se disfrutan más que a los hijos, al menos en mi caso así fue.

—Tu madre no tarda en llegar, Celeste, ¿te parece si vas recogiendo los juguetes?

Asiente, siempre siguiendo las órdenes sin rechistar. Al reverendo le habría encantado. Empaco yo las galletitas que no nos comimos y recojo mi taza de café para despejar la mesita de centro, una tarea simple que hago cada viernes a las 5:20pm siempre que me dejan cuidar a Celeste, sin embargo, me siento extraño al levantarme, sí, seguro se me pasará pronto así que me vuelvo a sentar. Sólo es un aire.

—¿Estás bien, abuelito? —pregunta mi nieta en medio de la sala, sujetando una de sus Barbies, recordando en éste momento esa pelea que Ita tuvo con Celeste porque había llevado una a la escuela, ¿o fue una cocinita? No recuerdo bien.

—So… ma… tanta… voy… —¡¿Qué coños?! No soy capaz de entenderme ni yo mismo, y mientras más intento tranquilizar a Celeste más balbuceos salen de mi boca, pero en mi mente se repite una y otra vez la escena en que Celeste encuentra la muñeca en la mochila y le grita a Itamari.

—¡Abuelito! ¡Abuelito! —Escucho a mi nena llorar y aunque sé que está junto a mi rostro sacudiendo mi brazo no puedo verla. ¡Ni sentir el brazo! ¡Puta madre! ¡Puta madre!

—¡¿Hola?! ¡¿Están en casa?! —Mi pecho colapsando en pánico se alegra aun en mi ignorancia y mi ceguera al saber que mi hija llegó, sólo espero que su madre no encuentre la muñeca en su mochila y no le grite de nuevo. Mis pensamientos son un desastre.

—¿Papá? ¡Papá! ¡¿Estás bien?! ¡Ezequiel, llama a una ambulancia!

No veo, no siento el brazo, me duele el pecho y estoy confundido, pero no siento temor porque mi hija está a mi lado, sin embargo eso cambia cuando la apnea me cierra la garganta y me roba el oxígeno, entonces tengo tanto miedo como nunca sentí en mi vida y me aferro al recuerdo que viaja en mi mente como un latido constante y repetitivo, entrando una y otra vez por una puerta que lleva a la misma habitación, esperando que al abrir no me guíe hacia la oscuridad.

Duele, morir duele, y no quiero, no quiero morir, por favor, por favor, ¡por favor!, ¡no quiero! Nunca he creído, pero tengo miedo y sólo le pido a quien escuche que, por favor, aún no… aún no… aún no…

 

—El principito no pudo contener su admiración: “¡Qué hermosa eres!” “¿Verdad?” respondió dulcemente la flor. “He nacido al mismo tiempo que el sol”. El principito adivinó exactamente que ella no era muy modesta ciertamente, pero ¡era tan conmovedora!

Calor, el sonido suave e infantil de su voz, sentir su piel en mi piel.

—Te quiero, abuelito.

Estoy vivo.

—¡Papá! ¡Hey!, hola, viejo. —Sonrío al poder ver su rostro de nuevo, sonrío al ver a mi nena también sujetando el tomo ilustrado de “El principito” que le obsequié la navidad pasada—. Casi te mueres, viejo, no nos des falsas esperanzas.

Agotado pero feliz puedo decir “gracias”, si es que hay alguien a quién agradecer. El recuento de los daños es una parálisis parcial del lado izquierdo de mi cuerpo, incluida la pérdida parcial e irreversible de la visión en ese ojo, como premio de consolación una ristra de medicamentos que tendré que tomar de por vida y cuatro visitas de rutina al año más las de terapia que sean necesarias para recobrar la movilidad en la medida de lo posible.

Y cuando preguntas por qué pasó, que lo causó, te dicen que fue un embolo en ésta o aquella arteria que detuvo el flujo de sangre, que tiene que ver con el estilo de vida que llevabas de joven… ¡Y con un carajo! ¡Me pasé media vida en el gimnasio y la otra mitad evitando porquerías y en dieta! Entonces los médicos ya no saben qué decir y sólo se entiende una cosa: Podemos intentar y hacer lo posible por vivir una vida sana, pero al final de todo uno no tiene elección alguna en lo que nuestro cuerpo hace en la vejez. Si nos toca morirnos nos vamos a morir como y cuando toque, coño.




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