El último fumador

Capítulo 3

Juan siguió con los informes que tenía que terminar antes de irse de la oficina. Casi sobre las cinco de la tarde, hora de la culminación de la jornada laboral, terminó su tarea y le dejó los informes a Berta. Le dio un beso y se fue hacia el ascensor. Bajó y cuando estaba por fichar escuchó que Berta lo llamaba.

- Juan, Juan. Esperame.

- Flaca, si, te espero.

Ficharon y rápidamente salieron del edificio. Al fin libres, pensó Juan. Fueron caminando unas cuadras mientras conversaban animadamente. A Juan le gustaba mucho Berta, pero sentía cierto rechazo por la tristeza que trasmitía a través de sus ojos y de su forma de hablar. Incluso tenía una leve inclinación de la columna hacia adelante, como quien pide permiso permanentemente. Aunque también, pensó Juan, podía ser por el peso de sus dos grandes tetas.

- ¿Vamos a tomar algo? – Le pregunto con alegría Berta –

- ¿Te parece? – Dudó Juan –

- Dale. Mañana ya es viernes. Vamos. Yo te invito.

- No, de ninguna manera. Yo invito.

Siguieron caminando un par de cuadras hasta que entraron a una tradicional confitería del centro. Juan se pidió un aperitivo con ingredientes (Con una picada ¡Bah!) Y Berta se pidió una cerveza helada. El verano ya apretaba en la ciudad, sobre todo en ese centro de cemento y metal.

- Juan, tenés que dejar de fumar.

- Noooo... ¿Vos también? Te manda Regules parece.

- ¡Qué Regules ni ocho cuartos! Tenés que dejar por vos. Sabés que después del primero de marzo te puede pasar cualquier cosa, y aparte por tu salud.

- Tampoco es fácil dejar.

- Aparte...mirá si nos besamos, voy a sentir ese gusto horrible en tu en tu boca.

Juan se acercó y le estampó un apasionado beso en la boca. Berta respondió con pasión, esa pasión que no trasmitía por ninguno de los poros de su ser. Se estuvieron besando un largo rato hasta que se despegaron y sintieron ese momento incomodo que vivimos después de dar el primer beso y nos gana el silencio y no sabemos qué decir. Se quedaron mirando un rato mientras Berta le acariciaba las manos.

- Berta... ¿Querés ir para casa un rato? Yo vivo acá a un par de cuadras.

Berta no dudó. Juan pidió la cuenta y fueron al departamento. Llegaron al edificio, subieron por el ascensor y no aguantaban más del deseo reprimido por tanto tiempo. Juan abrió la puerta del departamento, la tomó a Berta de la mano, la besó en la boca y la llevó a la habitación. La tiró sobre la cama mientras ella se iba despojando de sus ropas. Juan se tiró encima de ella mientras se iba desnudando. Hicieron el amor como dos salvajes, Berta gritaba de placer de una manera que Juan nunca había imaginado. Parecía una mujer desdoblada, tan recatada y fría en la oficina; y tan pasional y tan puta en la cama. Juan quedó exhausto. Se quedó un rato tirado en la cama mirando el techo mientras le acariciaba la espalda a Berta. Sonó el teléfono celular de Berta.

- Hola...si...no...ahora voy para casa. Sí, no te preocupes.

- ¿Qué pasó?

- Nada. Me voy para casa.

- ¿Tenés novio?

- Juan, no me rompas. Esto fue solo sexo y no te da derecho a que me hagas una escenita.

- ¿Qué escenita? Solo te pregunte, flaca. No te persigas. Andá y se feliz.

Se vistieron y Juan la acompañó hasta abajo para abrirle la puerta. Antes de irse, Berta le dio un apasionado y largo beso. Juan se dejó llevar. No se sorprendió, sabía que había reacciones de las mujeres que no debía analizarlas ya que solo lograría engancharse sin sentido. No tenía ganas de enloquecerse con el mambo de Berta. A él le gustaba mucho pero eso no quería decir que el sería una marioneta para los caprichos de ella. Una vez que volvió al departamento se encendió un cigarrillo y se sirvió un whisky. Encendió la tv y se puso a ver un noticiero. Tampoco es que tuviera muchas opciones ya que solo tenía para elegir entre cuatro canales. Dos de noticias, uno de programas políticos y otro de deportes. Hacía tiempo el gobierno había echado a las empresas de cable y de internet. Solo había una empresa que daba el servicio de internet y era propiedad del estado. Había algunos que se habían animado a hackear y conectarse con empresas privadas, pero siempre eran descubiertos y nadie sabía cuál era el destino de esos pobres diablos.

Juan miraba el noticiero aunque ya se lo sabía de memoria. Hablaban de las obras que el presidente había inaugurado y, sobre todo, la campaña para que la gente dejar de fumar. Una y otra vez repetían que quien no se pusiera a derecho a partir del primer de marzo, o sé el que no dejara de fumar, cometería un delito federal. Juan no podía creer que a un simple boludo por no dejar de fumar lo declaran delincuente. Pero bueno, eran las locuras cometidas por un gobierno elegido por la mayoría. Y en ese momento dudo si la democracia era realmente el mejor camino para los pueblos. Le causaba mucha gracia ver como hablaban los periodistas con la gente por la calle. Les preguntaban su opinión sobre las medidas del gobierno e increíblemente ninguno estaba en desacuerdo, ninguno las cuestionaba. Solo un niño de tres años podría creer que eso pudiera pasar. En ese momento Juan recordó lo de la pastilla milagrosa y se dio cuenta que estaba haciendo estragos. Decían que ya la había probado más de la mitad de la población. Después de darles la pastilla, sellaban su documento para saber quiénes la habían tomado y quién no. Ahora decían que la pastilla servía para todos los vicios, lo tuvieras o no. Estábamos al borde de ser un pueblo de zombis. 



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En el texto hay: asesinatos

Editado: 11.05.2018

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